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– Acercamientos a Enrique Amorim

May 26, 2021
Enrique Amorim e hijita

En tiempos más jóvenes, mientras recorría locales de libros con mejores propósitos de fisgoneo que de compra, mis dedos entreabrieron las hojas de una novela de Enrique Amorim titulada La Carreta que había sido editada por Losada para la inolvidable colección “Biblioteca contemporánea”. Nunca volví a tenerla tan cerca, pero antes de restituirle su lugar en los estantes acerté a leer sus primeros párrafos y sucumbí al vigor de esa prosa. Ahora la recupero de internet y me propongo compartirla, aunque la demora que me demande su posteo deba ser compensada – si cabe – por esta aproximación a aspectos de la vida y obra del gran escritor uruguayo. Vayan por delante estos fragmentos como memoria de aquellos renglones que a la edad de veinte leí casi a hurtadillas en una librería porteña:

   “Matacabayo había encarado los principales actos de su vida como quien enciende un cigarrillo de cara al viento: la primera vez, sin grandes precauciones; la segunda, con cierto cuidado, y la tercera el fósforo no debía apagarse, de espaldas a la ráfaga y protegido por ambas manos. Llegaba la tercera oportunidad. Viudo, con un casal “a la cola”, se dejaba estar en el ranchería de Tacuaras. En sus andanzas había aprendido de memoria los caminos, picadas y vericuetos por donde se puede llegar a Cuareim, Cabellos, Mataperros, Masoller, Tres Cruces, Belén o Saucedo, y en todos lados -boliches, pulperías y estanzuelas- se hablaba demasiado de sus fuerzas. Demasiado porque, menguadas a raíz de una reciente enfermedad, Matacabayo no era el de antes. El tifus, que lo había tenido panza arriba un par de meses, le dejó como secuela una debilidad sospechosa. No era el mismo. Tenía un humor de suegra y ya no le daba por probar su fuerza con bárbaro golpe de puño en la cabeza de los mancarrones. El día que ganó su apodo ganó también un potro. Necesitaba lonja y recurrió a un estanciero, quien le ofreció el equino si lo mataba de un puñetazo. De la estancia se volvió con un cuero de potro y un mote. Este último le quedó para siempre. Y aquella vez se alejó ufano, como era, por otra parte, su costumbre. Ufano de sus brazos musculosos, que aparecían invariablemente como ajustados por las mangas de sus ropas. Las pilchas le andaban chicas. Espaldas de hombros altos; greñosa la cabellera renegrida, rebelde bajo el sombrero que nunca estuvo proporcionado con su cuerpo; las manotas caídas, como si le pesasen en la punta de los brazos; el paso lento y firme, y su mirada oculta bajo el ala del chambergo, habían hecho de Matacabayo un personaje singular en varias leguas a la redonda de Tacuaras. Hombre malicioso, estaba siempre decidido a la apuesta, para no permitir que alguien tuviese dudas de su fortaleza ni se pusiese en tela dejuicio su capacidad. La pulseada era su débil, y no quedó gaucho sin probar. Los mostradores de las pulperías habían crujido bajo el peso de su puño, al quebrar a los hombres capaces de medirse con él. Andaban por los almacenes un pedazo de hierro que había doblado Matacabayo y una moneda de a peso arqueada con los dientes. Pacífico y de positiva confianza, los patrones lo admiraban y teníanlo en cuenta para los trabajos de categoría. Durante mucho tiempo los caminantes que pasaban por Tacuaras preguntaban por él en los boliches y seguían contentos después de ver el pedazo de hierro y la moneda, arqueados por “el mentao”. Pero no le duró mucho la fama. De todo su pasado sólo era realidad el sambenito. Una traidora enfermedad lo había hecho engordar y perder su célebre vigor. Ya no despachaba para el otro mundo ni potros ni mancarrones, pero algo aprendió en la cama… Aprendió a querer a sus críos.” […] 

 (fuente http://www.autoresdeluruguay.uy/biblioteca/enrique_amorim/bibliografia/lacarreta.pdf )

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En la literatura uruguaya del siglo XX se da un fenómeno exclusivo y poco conocido dentro de las letras en castellano: el de los escritores “raros”. Se trata de una corriente de autores, eminentemente imaginativa, con un gusto especial por el extrañamiento y la marginalidad. Fue Isidore Ducasse, un poeta montevideano más conocido como Conde de Lautrémont, quien inició esta especie de malditismo con su libro Los cantos de Maldoror, un sobrecogedor poemario de 1869 que ensalzaba el sadomasoquismo, la obscenidad y el asesinato, y que posteriormente fue muy valorado por los surrealistas franceses.

No muy lejano a este afán de describir los horrores de la mente y las zonas inéditas de lo real nos encontramos con Horacio Quiroga, cuyos Cuentos de amor de locura y de muerte abordaban la deshumanización del hombre y sus impulsos más primitivos. En una línea más fantástica, casi onírica, mantuvieron esta corriente los raros Felisberto Hernández, Armonía Somers, Mario Levrero y, en la actualidad, Juan Entroini o Carlos María Federici (el caso de Juan Carlos Onetti, un bicho raro de la literatura, habla por sí mismo). Si bien no se acostumbra a incluir entre estos nombres a Enrique Amorim, entendemos que su novela La carreta (1941) lo convirtió en un eslabón necesario dentro de esta extraña tradición uruguaya.

Enrique Amorim fue un prolífico y desordenado autor que abordó todos los géneros con un entusiasmo rayano en la ingenuidad. Su figura recuerda a la de otro inclasificable escritor, Macedonio Fernández, acaso un invento más de Borges. Amorim, sin embargo, no tuvo al lado a un autor de éxito que realzara sus extravagancias y ahora poco se recuerda de su legado literario.

De hecho, La carreta, que se considera generalmente una novela, no podríamos asegurar que pertenezca a este género, pues está formada por una serie de cuentos, o de estampas, unida por un hilo temático, como más tarde se verá, y en la que entran y salen los personajes a completo capricho del narrador.

La génesis de la novela fue un cuento escrito en 1923, Las Quitanderas, que formaba parte de uno de sus primeros libros, TangarupáLas Quitanderas mostraba una originalidad en la temática que llamó la atención de crítica y lectores. Estas mujeres, reales o no, prostitutas itinerantes por el campo uruguayo a bordo de carretas, incitaron un fuerte interés. Los instintos más primitivos de los hombres, la veracidad de estas sórdidas hazañas de sexo barato, la brutalidad que sustentaba el relato, dio pie a que Amorim continuara narrando a lo largo de los años esta despojada aventura humana por la desolada llanura.

Al principio el texto giró alrededor de un siniestro personaje, Matacabayo, un gaucho viejo y derrotado por la enfermedad cuyos oscuros impulsos despiertan el día que arriba a su aldea un desolador circo ambulante. Su mentalidad cerrada y oscura coincide con la realidad que oculta el circo: durante la triste función, algunas chicas -las quitanderas- que viajan en las carretas se dedican a satisfacer las necesidades sexuales de los solitarios hombres que ven en la carne nueva un motivo para abandonar durante unos minutos su miserable existencia. Matacabayo asumirá el negocio como propio prescindiendo de la excusa del circo, y se lanza a la llanura con el único propósito de explotar a esas pobres mujeres.

Es extraño que durante mucho tiempo se pensara en Uruguay que estas quitanderas existieron en la realidad, y que Enrique Amorim no había hecho más que transcribir una realidad conocida. Leyendo atentamente el texto encontramos, sin embargo, un mundo de alucinación, sangre y violencia que difícilmente pudo existir. La vida del gaucho, de las aldeas perdidas de los campos uruguayos, está completamente transformada, dinamitada, por una visión envilecida, supersticiosa y fatídica que fue cobrando cuerpo durante los años en los que Enrique Amorim fue sumando relatos y más relatos al primero original, que terminaría formando una novela que conoció seis ediciones hasta su texto definitivo en 1952, 29 años después de ser publicado el cuento de Las Quitanderas.

Insistimos en que estos relatos, si bien conservan una atmósfera común, están protagonizados por personajes que aparecen y desaparecen en pocas páginas, o que regresan al texto de forma intermitente, salpicando con su presencia otras historias en las que ya no son protagonistas. En algunos casos son estampas sueltas, generalmente narraciones de una brutalidad siniestra, que se alternan con una historia, medio hilvanada, que se retoma cuando le parece bien al autor y que sirve para dotar de unidad temática a la obra.

La genialidad de Amorim fue convertir el libro en un icono, en una referencia verosímil de un mundo aparentemente perdido, marginal, que estaba en el ideario del uruguayo, un mundo del que se sabía algo por alusiones inciertas pero del que no se conocía verdaderamente nada. Amorim inventó una realidad, construyó un mito a partir de materiales de derribo. En la muy urbana Uruguay supo captar la curiosidad o el morbo del ciudadano medio, una especie de cruda leyenda de episodios que parecían llenar el imaginario popular de un sabor pintoresco, de vivos colores, elevado por encima de su directo significado por una gracia casi sensual que además estaba aderezada por una descripción sexual y dolorosa en las que tiernas criaturas tenían que sobrevivir a la oscura perversión de la servidumbre humana. En La carreta todo era inventado, pero merecía ser cierto.

(fuente https://www.cicutadry.es/la-carreta-enrique-amorim-amor-barato/ )

El origen de las Quitanderas – por Wilfredo Penco
ENTRE LAS CATORCE novelas que Enrique Amorim elaboró en su caudalosa vida, La Carreta se destaca por sus notorias excelencias narrativas, su carácter fundacional -señalado tempranamente por Fernán Silva Valdés (que indicó su condición de “iniciadora de otro aspecto del realismo campestre”)-, y por el trabajo que el propio Amorim le dedicó a lo largo de los veinte años que separan la primera edición (1932) de la sexta y definitiva (1952), ajustando su estructura, reforzando la consistencia de su mundo, sabiendo muy bien que la novela había nacido bajo el signo estimulante de la polémica. Como ha sido reseñado en más de una oportunidad, La Carreta tuvo su origen en un cuento, “Las quitanderas”, incluido en su primer libro de relatos, Amorim (1923). Ese cuento se distinguió del resto del volumen, en el que predomina lo “mórbido y decadentista” como ha observado Jorge Ruffinelli, pues es el único que puede considerarse “realista”.

Vendedoras de pasteles y ticholos. A fines de 1923, y para dar respuesta a una consulta formulada por un lector de Amorim, Martiniano Leguizamón dio a conocer en La Nación de Buenos Aires, un artículo a propósito del término “quitanderas” con el que habían sido identificadas las prostitutas ambulantes del relato homónimo. Leguizamón comete un error al ubicar el ámbito de referencia del cuento en el campo de Corrientes (porque al personaje lo llaman Correntino) pero explora con interés la etimología de la palabra “quitanderas” y después de establecer cercanías posibles primero con mujeres araucanas fumadoras en pipa y aborígenes del Norte argentino que fumaban cigarros de hoja, y más tarde con brasileñas relacionadas con los mercados denominados “quitandas”, concluye a propósito del oficio “de condición vergonzante” que Amorim les asigna a sus quitanderas: “Nunca oí referir a nadie tan extraña costumbre. Pienso que es una mera fantasía del escritor“. Este no se hizo esperar y al domingo siguiente apareció en el mismo periódico una carta dirigida a Leguizamón en la que aclara que el cuento no se desarrolla en Corrientes sino en el norte uruguayo, cerca de la frontera con Brasil; manifiesta su acuerdo con “el verdadero origen de la palabra (que) se halla en el folklore brasileño“, y precisa más adelante: “Oí, en boca de pobladores del Norte uruguayo, la voz ‘quitanderas’, y gracias a un anciano, supe de sus vidas nómadas. Si la fantasía del escritor la trama tejió, la existencia de las vagabundas no es producto exclusivo de la imaginación“. Finalmente recuerda O dialecto caipira de Amadeu Amaral que registra la voz en cuestión. “Esas vendedoras que él nos presenta -agrega- no eran solamente de ‘rapadura’ y ‘ticholo’. En sus tiendas se encubrían actos perseguidos y condenados, que hacían la gloria de los noctámbulos. Y no sería raro que, perseguidas en épocas pasadas, hiciesen más tarde su vagabundaje de vivanderas deshonestas”. El incidente no terminó con la carta de Amorim, y a ella se agregó más tarde otra de Daniel Granada, autor del conocido Vocabulario rioplatense, y entonces radicado en Madrid. Después de elogiar el cuento como “modelo acabado en el género descriptivo, tan difícil en su aparente facilidad“, Granada confiesa que su omisión en registrar las palabras “quitanda” o “quitandera” en su Vocabulario había sido involuntaria, que había subsanado esa omisión en otro trabajo que permanecía inédito, y explica que “el sentido recto de ‘quitandera’ es el de mujer que tiene a cargo una ‘quitanda’. Se da el nombre de ‘quitanda’ a un puesto atendido por mujeres, en el que se venden cosas de merienda (pasteles, alfajores, naranjas, bananas, etc.) en las reuniones y fiestas campestres. Esas mujeres, que por lo regular son chinas, y por lo mismo fáciles, no por eso han de reputarse todas deshonestas. El sentido en que (Amorim) aplica la voz ‘quitandera’, no es el significado originario y propio que le corresponde, sino una acepción derivada de la condición más común en las mujeres que se dedican a ese tráfico. El episodio que (Amorim) magistralmente relata, aunque obra de su invención, está enteramente ajustado a la realidad“. El artículo de Leguizamón y la carta de Amorim fueron recogidos (el primero parcialmente) en una edición especial de Las Quitanderas que el autor autorizó a la Editorial Latina de Buenos Aires en 1924. Era la confirmación del éxito del relato.

Plagio en Paris. Pero las repercusiones más altisonantes ocurrieron años más tarde. Amorim publicó Tangarupá en 1925 en el que incluyó la novela corta que da título al volumen y tres relatos más, uno de los cuales es “Quitanderas (Segundo episodio)”. Era evidente que el tema de la carreta como prostíbulo ambulante daba para nuevas instancias narrativas y tal vez ya entonces el autor empezaba a pensar en un entramado novelesco. Entusiasmado por los personajes que Amorim había creado, Pedro Figari pintó una serie de quitanderas que hizo conocer en París, donde estaba radicado desde 1925 y exponía en la Galería Druet. Según Juan Carlos Welker, fue Figari quien prestó un ejemplar de Tangarupá al “conocido escritor francés traductor de numerosas obras escritas en lengua castellana” Adolfo de Falgairolle. Estrictamente, Figari había conocido “Las Quitanderas” por la edición especial de 1924, que es la que probablemente haya facilitado a Falgairolle. Al indicar el volumen dc relatos de 1925. Welker parece haber confundido el primer cuento con “Quitanderas (Segundo episodio) que integra Tangarupá. Adolfo de Falgairolle dio a conocer varios libros dc versos. Entre otros Graduel passionné (1921) y Voluptés du Silence (1936), llevaron a Henri Clouard a caracterizarlo como “poeta perverso (…), hidalgo de impresiones raras, emociones inciertas al borde de lo imposible, (elevado) al hermetismo más agudo “. También fue autor de obras narrativas como Valencia. Amours d’Espagne (1928), tradujo a escritores españoles e hispanoamericanos (como Ramón Gómez de la Serna, Jorge Carrera Andrade) y tuvo a su cargo la sección “Lettres espagnoles” en el Mercure de France. A fines de los años 20, publicó un relato titulado La Quitandera (Les Oeutres Libres. Tomo 92. París, febrero de 1929), en el que narra la historia de Angelita Gómez, bailarina española que llega a Buenos Aires desde Paris para sumarse a unas prostitutas agrupadas en una carreta. Como explicará el propio Amorim cuatro años después, “en la novela del escritor francés, la carreta arranca del extremo Sur de la calle Rivadavia, en un amanecer pintorescamente descripto por el autor. Y la partida se efectúa ante la presencia luminosa de un inmenso aviso de Ford, hundiéndose el vehículo en la pampa, con la seguridad de que es capaz una pesada carreta y un escritor europeo improvisando novela americana“. En abril de 1928, Enrique Amorim había contraído matrimonio en Buenos Aires con Esther Haedo Young, y ese mismo mes viajaron a Europa. La prensa de la época informó de la partida y que “uno (de los propósitos del escritor) es transformar su célebre cuento ‘Las Quitanderas’ en una obra teatral, poniendo en escena una auténtica carreta criolla. Francis de Miomandre será el poeta francés encargado de la teatralización y Pedro Figari el pintor de la escenografía”. En los días en que aparece La Quintandera de Falgairolle, Enrique Amorim y Esther Haedo ya estaban en París. Vinculado a Francia desde su primer viaje en 1926, Amorim se entera por Aníbal Ponce de la publicación que lo plagia, y con ayuda de Jules Supervielle logra que algunos periódicos (L’Intransigeant, Chicago Daily Tribune, Les Nouvelles Littéraires, Candide) denuncien y comenten el plagio del que trata de defenderse el escritor francés en la edición parisina de New York Herald. Pero la acusación era ilevantable. Según anota K.E.Mose (especialista en la obra de Amorim), varios detalles confirman el plagio. El más evidente es cuando Angelita Gómez proclama: “Nous sommes des missionaires de l’amour“; el relato de Amorim terminaba de este modo: “El viejo carretón de las quitanderas, todavía recorre los campos secos de caricias, prodigando amor y enseñando a amar“. Más publicidad no podía pedir para sus cuentos. A su regreso a Buenos Aires, probablemente La Carreta ya estaba en ciernes, aunque habrá que esperar a 1932 para su publicación.

La medida de una invención. Muchos 4 años más tarde, Amorim confesaría el verdadero alcance de su “invención” de las quitanderas. “El primer cuento lo escribí en casa de un amigo salteño (..) Rodrigo Rodríguez Fosalba (…) un sábado escribí de un tirón el cuento y se lo leí a mi amigo y a su padre, hombre que había corrido mundo, buen escuchador de historias (…). Se lo leí y al terminar la lectura de un texto que había salido completamente de mi imaginación, sin la menor relación con la realidad que me el circundaba, el padre de Rodrigo me dijo: ‘No las llame usted ambulantes. Esas mujeres se llaman quitanderas. Las hay en el Brasil’. Yo no tenía la menor idea de que tales personajes fueran de carne y hueso. Sabía sí que las acababa de crear, de dar vida. Me daba mucho placer sentirme con fuerzas como para gestar tipos que se acercaran al humano y vital. Me sonó tan eufónico el nombre o calificativo que me pasé la tarde del domingo acostumbrándome a la idea de haber descubierto en mi propio magín a las quitanderas. Corregí la plana y sentí de que en algunos párrafos la palabra rodaba fácilmente. El cuento que había creado me llenó de orgullo “. Así nacieron las quitanderas, personajes a la vez producto de la realidad y de la imaginación. Del mismo modo que la carreta -curioso prostíbulo ambulante que las lleva por el campo, de pueblo en pueblo-, ingresaron a la literatura rioplatense de la mano de Enrique Amorim. Después llegaron a París en los óleos de Pedro Figari. Terminaron filtrándose en la narrativa francesa mediante un plagio denunciado hace casi setenta años. Inusuales y pintorescas, las circunstancias que las rodearon hicieron más célebre su vida literaria.

(fuente http://letras  uruguay.espaciolatino.com/penco_wilfredo/el_origen_de_las_quitanderas.htm )

ENRIQUE AMORIM (Salto, 1900 – Buenos Aires, 1960) Novelista uruguayo. Pertenece realmente a las literaturas uruguaya y argentina, pues pasó buena parte de su vida en Buenos Aires, residencia que alternaba con Salto y Montevideo. Amorim es el novelista moderno del campo rioplatense, que ahonda en la vida rural con un sentido intensamente humano, en frecuente contraposición con la vida ciudadana. En 1916 llegó a Buenos Aires; en la capital entabló amistad con Baldomero Fernández Moreno y Horacio Quiroga, e inició su producción de poemas y cuentos, dividida en varios ciclos. En el primero, con sus novelas rurales La carreta (1929) y El paisano Aguilar (1934), abordaría los temas del gaucho, el campo y la pampa, a los que estuvo ligado desde niño, abriendo un espacio singular en la literatura del Río de la Plata, en una época de profundos cambios sociales.

El segundo ciclo es de transición, ya que su novelística intenta fórmulas y temas nuevos: psicológicos (La edad despareja, 1938), policíacos (El asesino desvelado, 1945) y políticos (Nueve lunas sobre Neuquén, 1946); fue una etapa dominada por su creciente participación en cuestiones ideológicas. De un último período narrativo destacan las novelas Corral abierto (1956), Los montaraces (1957) y La desembocadura (1958), donde combina el realismo con una fantasía inusual y exuberante.

Entre sus libros de cuentos se encuentran Horizontes y bocacalles (1926), La plaza de las carretas (1937) y Temas de amor (1960). Su poesía figura en los volúmenes Veinte años (1920), Visitas al cielo (1930) y Quiero (1953).

Reseña :

ENRIQUE AMORIM, El caballo y su sombra.-Buenos Aires, Club del Libro A. L. A., 1941. 221 pp. – Esta última novela de Amorim abarca el grave problema actual del campo uruguayo: la lucha del reaccionario por conservar el statu quo social contra la marcha inexorable de los cambios inherentes al progreso económico y social. En este caso se trata del empeño de Nicolás Azara, latifundista arraigado y amigo terco de la vida a lo antiguo, en mantener sus modalidades y costumbres contra la intrusión de inmigrantes expulsados de Europa, los cuales llevan consigo, naturalmente, los gérmenes de una nueva vida, sea buena o mala, pero a lo menos diferente. Tal es el fondo sobre el cual construye Amorim su novela El caballo y su sombra. Ya conocemos el profundo interés de Amorim en cosas del campo uruguayo, preocupaci6n de la cual han brotado sus obras anteriores. Y sin embargo, las otras novelas suyas no llevan a sus lectores el sentimiento de la actualidad, si bien muestran la creciente maestría del novelista en crear personajes de relieve individual. Por ello me parece más interesante la presente que las anteriores, aunque no sea este fondo de más importancia que los personajes ni que su medio fisico.

Tres de los Azara, doña Micaela, su hijo Nico y la esposa de éste, Adelita, viven en la estancia “El Palenque”, adonde llega Marcelo, el otro hijo de doña Micaela. Mozo pueblero, Marcelo lleva diez años sin visitar aquellos pagos, sin saber del campo más que el precio de los arrendamientos que le paga Nico por su parte de la propiedad, y esta visita obedece a motivos poderosos. Tiene Marcelo que ausentarse de Montevideo a causa de sus gestiones para que se permitiera entrar al país a numerosos inmigrantes polacos, mediante dineros cobrados por Marcelo y su socio, un alto funcionario de Relaciones Exteriores, de modo que viene a refugiarse en la estancia. Con el propósito de insinuarse con Nico, quien nunca le ha mirado con muy buenos ojos, ha comprado un padrillo para el refinamiento caballar de El Palenque; el caballo ha de llegar unos días mis tarde. Nico, antítesis de su hermano, es un hombre rudo y campesino que lleva “el insistente propósito de hacer de la estancia un lugar fuera de lo común, detenido en el tiempo”, y que ostenta hábitos despreciados por Marcelo. Pero le gana la rica ofrenda de éste, de manera que por el momento no surgen los antiguos enconos fraternales. A doña Micaela no le gusta el regalo, ni tampoco la Ilegada de Marcelo, porque el arribo del caballo de pedigree va a aumentar los gastos de la estancia, y madre e hijo jamás se han entendido bien. Adelita, mujer sumisa, se hace la desinteresada y no opina nada sobre el asunto.

De sobremesa la primera noche de la llegada de Marcelo, Nico, que está enterado de los hechos de su hermano en Montevideo, se descarga de su opini6n sobre lo de “meter judíos en el país”. Para él la cuestión es de interés trascendental, ya que al lado de El Palenque existe una colonia de esos “rusos”. Naturalmente, le irrita esa gente que, siendo débil y pobre y por eso, no pudiendo oponerse al latifundista poderoso, le cuerean los animales y le cortan los alambrados. “Solo un gobierno de sinvergüenzas puede haberlos dejado entrar en el país y facilitarles créditos en los bancos!”, grita Nico. Y para ponerles un obstáculo más, se decide a mandar arar sus tierras a ambos lados del callejón fangoso por donde los colonos tienen que pasar, yendo de la Colonia rumbo al pueblo. “Para que si me cortan el alambrado no puedan pasar por adentro del campo, ¿sabés?” – Y a él no le importa un comino que vengan con un enfermo grave que necesite la asistencia del médico en el pueblo -que muera la canalla-; lo que sí importa es que no pisen sus tierras.

Aquí hay materia prima para una tragedia, para la catástrofe que ha de seguir a todo esto. Narrando los sucesos diarios de la vida ordinaria de la estancia, Amorim no insiste en los detalles, como muchos autores, a fin de hacer destacar lo pintoresco, sino que describe con gran naturalidad los vaivenes de sus personajes. No se muestra sobremanera impresionado por el medio físico, sino que hace entrar el paisaje en la novela precisamente lo bastante para justificar las acciones de los personajes, que son el producto de este medio. Así pinta el transcurso de los días con sus acontecimientos: los amores de Marcelo con Bica, muchacha “gaucha” y criada de la familia; la narración, entre los peones reunidos una noche alrededor del fogón, de don Ramiro, gaucho viejo y ciego, cuando cuenta en su rudo lenguaje la historia de su ceguera; la violenta disputa entre los hermanos Azara, a caballo y en pleno campo.

Estos cuadros están como recortados para realzar lo ordinario del resto de la vida estanciera. Llegado a la mitad de su novela, al momento en que Marcelo empieza a disponer su partida a causa de la creciente tensión de sus relaciones con la familia y también con Bica, Amorim de pronto divide la historia en dos partes. De noche deja atrás la estancia para trasladarse a la Colonia, franqueando la distancia en alas de una sonata de Bach. Deja a Marcelo, escuchando su radio, para ir a casa de Guillermo Hoffmann el pocero, que está escuchando la misma música. No tenemos inconveniente en permitir que nos traslade de un lugar a otro, transición necesaria para el desarrollo de la novela, pero lo que sí parece innecesario es la división así hecha.

En la segunda parte vuelve el punto de vista a la estancia poco despues de principiarla, y luego no tarda en volver a la Colonia. Pero con arrancar la hoja que Ileva las palabras “Segunda Parte”, el lector podrá leer más a sus anchas, sin tener que molestarse con tan pequeño obstáculo. Esta segunda parte, o sea lo que sigue a la dicha hoja, contiene lo más absorbente de la acción novelesca. Amorim comienza pintando un cuadro de la convivencia de los inmigrantes entre más de cincuenta familias criollas, la rareza de las modalidades de aquéllos contrastadas con las de los uruguayos, los puntos de vista distintos, pero acentuando uno de estos mantenido comúnmente: el odio a Nicolas Azara. Véase la treta a costa de Nico, realizada por Juan Regules, hijo de un colono inmigrante, y Duvimeoso, el mismo peón de El Palenque. Para el peón es un obscuro desquite que en algo satisface sus rencores contra el amo. Para el alegre Juan es un juego más.

Luego, con la venida del invierno, empieza una epidemia de tifus y de difteria, tan grave que se agotan las medicinas y el suero en la Colonia; con lo cual, al caer enfermo de difteria el “bambino” de Toribio Rossi, inmigrante piamontés, es imperativo llevarlo al pueblo para salvarlo. Hoffmann y Juan Regules piden prestado un Ford viejo y con el matrimonio italiano y el bambino emprenden el viaje bajo una lluvia fría y torrencial. La descripción del viaje es el pasaje mis emocionante del libro: la tensi6n dramitica sigue creciendo, creciendo, a medida que van avanzando los colonos, encontrindose al fin en el callej6n con unos pantanos tan intransitables que tienen que cortar el alambrado de la estancia para seguir, campo adentro. Luego de haber penetrado buen trecho en las tierras de Azara, Hoffmann pira el coche al borde del terreno arado por 6rdenes de Nicolis Azara. Es imposible seguir adelante, pero ya no queda tiempo para volver y ensayar otro camino. Asi, no hay más que procurar avanzar. Y… hunden las ruedas en el lodo de los surcos. Nada. Inútil todo esfuerzo. El bambino yace inmóvil en el regazo maternal, muerto, pero la madre, casi alucinada, insiste en creer que duerme el niño, hasta que por fin ella y Toribio se dan cuenta cabal de la terrible verdad.

Entonces Rossi, aturdido y sin saber adónde, se echa a andar por los surcos, con paso titubeante. Poco a poco sus pasos van adquiriendo el compis de los de un soldado, exactos, rítmicos; ahora el piamontes llega a ser lo que antes ha sido: soldado que va en patrulla hacia un objetivo militar. Es el Destino marchando al encuentro de Nicolás Azara, a la tragedia culminante de la narración. Tal desarrollo merece parangonarse con los pasajes más notables de la novelística hispanoamericana. Esta culminación aparte, débense señalar los personajes y su medio fisico como la fase importante de la novela. Porque al fin y al cabo no se puede considerar los seres aquí presentados sin tomar en cuenta su ambiente; son inseparables y están magistralmente combinados. Sabe Amorim infundirles a sus creaciones una potente vida, por medio de sus hechos y dichos que revelan sus personalidades. Va y viene doña Micaela, caladas las gafas con los cristales rotos y las patillas atadas con un hilo de coser; no consiente en gastar el dinero para patillas y lentes nuevos. Recoge el poquito de azúcar derramado por Nico al servirse, recuperando de este modo no más de una cucharada; cuenta con cuidado las papas, los huevos y las cucharadas de harina para la cena, para que no los gaste la cocinera; cuida mucho su servilleta para que aguante una semana más; y hasta duerme entre frazadas para ahorrar el lavado de las sábanas.

Adelita, mujercita fina, jamás dice vos o che; pero cuando se trata de mirar por el porvenir de su hermana natural, Bica, y del niño de ista, la sumisa esposa se muestra decidida y firme contra los deseos de Nico. Este, de carácter indicado ya, es un tipo que lleva las uñas desaseadas y entra a la mesa recién venido de sus tareas estancieras y sin lavarse, trayendo consigo una ráfaga de creolina que apesta. Y los personajes secundarios tienen rasgos individuales, igualmente vivientes. Todos quedan asentados justa y certeramente dentro del marco de su ambiente, creaciones vivas del agudo observador que es Enrique Amorim. Estilo sencillo es el de Amorim, pero a la vez apropiado para el asunto. Llano y sin rodeos rebuscados, pero con sus leves tintes de poesía; siempre ceñido al tema, va narrando las cosas directa y objetivamente, como las ve el novelista. En esto, como en sus novelas anteriores, Amorim muestra su honda afición al campo y a la vida campesina, asi como su profundo conocimiento de la gente rural.

Hay en este novelista una simpatía extraordinaria por los animales, la cual se evidencia en la descripci6n del padrillo “Don Juan” y sobre todo en la de la muerte de la yegua. “La muerte no pasa invisible por entre los animales. No anda tan sigilosamente como entre los hombres. Es más franca.” Por eso: “Cuando anda la muerte por el campo, los animales la advierten. El hornero se despierta y pía sin cesar. Los perros cruzan entre las enredaderas, . . . como tratando de quitarse del cuerpo algo que les estorba o para rascarse una repentina sarna.” Y al sufrir de un caballo se une el sufrir de los hombres: “Trato hábil del hombre frente a la bestia mutilada o enferma. Se duplica la natural dulzura cotidiana, se le palpa de frente , . . . se le palmotea en los cachetes.” Aquella noche don Saturnino, dueño de la yegua, no puede dormir, y la mañana siguiente se decide a deshacerse de todos sus caballos, por no poder más. “Ese amor obscuro, terrible y sordo (a los animales), … Saturnino Chana lo había gozado plenamente y sufrido demasiado.” Amorim no ofrece ninguna solución al problema social planteado en esta novela, ni es su deber. Que la hallen los sociólogos y los legisladores. Lo que le toca al novelista es publicar el problema, si cabe en su novelística, y crear personajes adecuados para el asunto. Amorim ha cumplido con su deber y, lo que es más, con su propia conciencia artística, creando unos individuos más que adecuados, vivientes y fuertes. Si no hay solución expresa, puede ser que haya una, implícita, en la muerte de Nicolis Azara: ¿será símbolo el modo de su muerte? Porque Nico, que representa el elemento reaccionario, muere a manos de Toribio Rossi, inmigrante y representante del elemento invasor. Que haga cada lector su propia interpretaci6n. Todo esto pasa a la sombra del caballo.- L. LOMAS BARRETT, University of Kansas

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PERFIL BIOGRÁFICO DE ESTHER HAEDOEsther Dayla Haedo nació en Montevideo el 6 de octubre de 1899, hija de Francisco Haedo Suárez y Clara Young Peña. Su educación estuvo muy supervisada, especialmente por su padre. Vivió sus primeros años en el centro capitalino, muy cerca de la actual esquina de Colonia y Avenida del Libertador.

Prima de Jorge Luis Borges (su padre, Francisco, era primo de Leonor Acevedo de Borges), tuvo, como él, una educación muy influida por la cultura británica. Aprendió a hablar primero en inglés, para luego asomarse al castellano. La situación familiar y el contexto histórico propiciaron esa familiaridad con el mundo británico: la actuación de su padre en el seno del directorio del Partido Nacional en Buenos Aires durante la revolución de 1904, determinó que la familia –perseguida por José Batlle y Ordóñez– debiera partir al exilio en Europa y se instalara un tiempo en Inglaterra.

A su regreso a Uruguay vivió en una quinta del Prado, ubicada en la calle Lucas Obes, entre 19 de Abril y Suárez. Los fondos daban a la actual calle Irigoitía. Tuvo una niñez y adolescencia muy solitaria. “No había vecinos, la casa estaba muy aislada, rodeada de jardines grandes. Los vecinos estaban a bastante distancia”, recordaba Esther en una entrevista que le realizó César di Candia el 30 de agosto de 1990 en el Semanario Búsqueda.

Durante quince años tuvo una institutriz inglesa, Mrs. Adams (ése era el apellido de su esposo), por quien ella guardaba un recuerdo muy agradecido (un retrato suyo puede apreciarse actualmente en Las Nubes). “Me enseñó de todo; nada de lo que aprendían las niñitas de antes, que lo único que sabían era bordar y coser. A mí me enseñó dos idiomas y me preparó para un montón de cosas”.

Siempre fue una lectora inquieta, que muy tempranamente había conocido el De Profundis de Oscar Wilde. Jugaba muy bien al tenis. Desde su adolescencia fue una excelente dibujante y acuarelista. 
En la entrevista con di Candia, Esther se refirió a la inmensa fortuna que había heredado su familia: “los Haedo eran españoles y allá por el año 1740 dos hermanos de ese apellido se instalaron en Buenos Aires, con un gran comercio. Parece que la fortuna la hicieron aprovisionando con víveres y pertrechos a las expediciones. Con lo que ganaron, compraron tierras en la Banda Oriental. Una insignificancia de campo. Uno lo dice y parece tan natural… [se ríe] Compraron trescientas leguas cuadradas”. Los límites del campo eran, por un lado, el Río Uruguay, por el sur el Río Negro, al norte el Río Queguay, y al este la cuchilla de Haedo (de ahí viene el nombre de este accidente geográfico: al tratarse del límite oriental de los campos de los Martínez de Haedo, terminó dándole nombre a las cuchillas).

A Enrique Amorim lo conoció en la playa de Carrasco, hacia fines de los años veinte. “Una de las cosas que nos atrajo mutuamente fue la coincidencia en los gustos literarios. Yo siempre he leído mucho y en aquel momento dominaba la literatura inglesa y la francesa, a cuyos autores había leído en su idioma original. También conocía bastante a los argentinos, que entonces estaban muy poco divulgados. Él también estaba interiorizado de la literatura argentina, porque si bien había nacido en Salto, se había ido a Buenos Aires a los dieciséis años y a los veinte ya había empezado a escribir”, le contaba al periodista en la entrevista publicada por Búsqueda.

En un reportaje que el realizador Juan José Ravaioli le hiciera a Esther a inicios de la década de 1990 ella se refirió a cómo –cuando conoció a Enrique– no había estado nunca en Salto, ni conocía a ningún salteño. Comentaba entonces que, tras conocerse, Enrique había obtenido una cámara de cine para hacer un corto con ella como protagonista, para que su suegra la conociera a través de la película. El padre de Enrique le regaló una máquina de fotografía que había sido suya, y “después ya se quedó con la máquina, que siempre usó, y la usaba con los amigos, cuando había reuniones y con esa cantidad de gente que fotografió”, contaba.

Se casaron enseguida de conocerse y vivieron un año en Europa. Regresaron al Río de la Plata (en Buenos Aires tenían un apartamento, “para ir de paso”) y nuevamente volvieron a viajar a Europa.

Por entonces, en Buenos Aires Enrique frecuentaba las peñas literarias que compartían, entre otros escritores y artistas, Horacio Quiroga, Baldomero Fernández Moreno, Oliverio Girondo, Norah Lange, Jorge Luis Borges, Guillermo de Torre, Norah Borges, o Silvina Ocampo. Como tantos otros intelectuales de la época, Esther y Enrique debieron dejar Buenos Aires luego de que Amorim denunciara, en su novela Nueve lunas sobre el Neuquén (1946), las torturas a que eran sometidos los opositores al gobierno de Juan Domingo Perón.

Ante la pregunta que le hacía di Candia sobre cómo definiría a su marido, Esther respondía: “Como un hombre bueno, inquieto, siempre lleno de proyectos y novelerías. El único mérito de mi vida es haber sido su compañera, el haber sabido entenderlo […] El día de su entierro yo quise acompañar el cortejo, aunque estaba destrozada. Y al pasar por las calles, observé las veredas llenas de gente que había acudido espontáneamente para despedirlo. Y ahí no había diferencias sociales ni ideológicas. Todos lo querían mucho”.

Pocos meses después del fallecimiento de Enrique Amorim, Esther comenzó a clasificar la enorme correspondencia de su marido, así como los manuscritos de sus obras. Esta labor le llevó varios años y en 1973 hizo efectiva la donación de todo ese material al actual Departamento de Investigaciones y Archivo Literario de la Biblioteca Nacional.

Mantuvo su casa abierta a la visita y estadía de escritores, editores y artistas, entre los que se destacan Emir Rodríguez Monegal, Ángel Rama, Hugo Emilio Pedemonte, Enrique Wernicke, Narciso Yepes, Mecha Ortiz, Isabel Gilbert y César Fernández Moreno.

Como ella mismo señalara, pasó el resto de su vida dedicada a preservar y difundir la vida y la obra de Amorim, velando también por la conservación de Las Nubes y el acervo que allí se guardaba. En esos años también se fue fortaleciendo el vínculo entrañable que la unía a Liliana, la hija de Enrique (“y un poco hija mía”, como ella solía decir), así como con sus nietas Paula y Amalia.

Esther Haedo sobrevivió treinta y seis años a su marido. Falleció en Montevideo el 4 de setiembre de 1996. –

En una entrevista que el uruguayo Juan José Ravaioli le hizo a Esther Haedo hacia 1990 ella comentaba:

“Primero íbamos a casa de mis suegros, Enrique Amorim y Candelaria Areta. Ellos vivían en la ciudad. Habíamos viajado bastante y comprado cosas acá y allá, y siempre había que volver al Salto, porque la madre tenía una gran predilección por Enrique, era el hijo que le era más afín. Entonces se nos ocurrió hacer una casa en Salto, una pequeña cosa. Yo quería una casa chica, pero Enrique después se enloqueció [risas] Porque quería una casa con esto y con lo otro, con cuartos para llevar amigos y gente, y entonces salió ese monstruo y hoy yo no sé qué hacer con él. Han estado diciendo que los planos fueron hechos por Le Corbusier. Nosotros en ese primer viaje habíamos visto casas en Suiza, en Bélgica, en Alemania, las primeras casas modernas que habíamos visto. Muy depuradas, de líneas muy simples. Nos gustaron esas casas. Muchas de ellas eran hechas por un arquitecto que fue casi precursor de Le Corbusier, de la misma época. Se llamaba Robert Mallet-Stevens. Enrique fotografió algunas casas y compró revistas de arquitectura. Cuando vinimos y se nos ocurrió hacer la casa, decidimos hacerla en ese estilo, que era distinto. Después, Enrique quería un patio como una enramada, porque decía que con el clima de Salto era el único lugar que sería fresco. Yo quería los dormitorios arriba. Y así la hicimos”.

La estructura de esta casa de vanos horizontales se eleva sobre pilotes. El ingreso principal se realiza por el centro, a través de una suerte de patio interior (desde donde se asciende –escalera curvilínea mediante– al primer piso). Las ventanas de las habitaciones ven al este y al oeste. La luz abunda. Hay sillones de lectura y sillones para el visitante. Las fotos atestiguan el paso de amigos y familiares –invariablemente sonrientes y con ánimo festivo– por el lugar. A un costado, en el terreno alto y pedregoso del patio, está la gran piscina. Las ruinas de un tambo al fondo de la casa se convirtieron en un pequeño teatro que la pareja construyó años después de inaugurada la casa y que ambos usaban para veladas de teatro, de música y de poesía. Históricamente la biblioteca guardaba las colecciones completas de Caras y Caretas (la original), de Sur o las primeras ediciones de libros dedicados por sus autores. En las paredes había obras de varios pintores reconocidos. Entre el mobiliario se distinguían lámparas con diseños de la Bauhaus y una colección de objetos que el matrimonio había traído de sus viajes múltiples y que adornaban rincones y vitrinas, además de la notable colección de artesanías realizadas por Esther con caracolas y restos de conchas encontradas en la orilla del mar.

La casa, moderna, vanguardista, fue transgresora en Salto, aunque la ciudad de la primera mitad del siglo XX convivía –en una pugna más o menos armoniosa– menos con la pacatería que con un ambiente cultural intenso, que vivía un momento de esplendor y riqueza creativa. Las Nubes fue el solaz donde peregrinaron grandes artistas e intelectuales, como Jorge Luis Borges (Georgie, como le decía la pareja), primo de Esther, quien pasó varios veranos junto a ellos en el Salto oriental y escribió en el chalet su cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. También fue refugio y centro de las tertulias compartido, entre otros, con el cubano Nicolás Guillén, el crítico español Guillermo de Torre y su esposa Norah Borges, el poeta español Rafael Alberti y su mujer María Teresa León, el arpista Nicanor Zabaleta, el guitarrista Narciso Yepes, los argentinos Enrique Larreta, César Fernández Moreno, Juan Carlos Castagnino, Atahualpa Yupanqui, los chilenos Ricardo Latcham y Antonio Quintana, el escultor colombiano Guillermo Botero o el brasileño Cándido Portinari. “Aquello era un barullo”, recuerda, con una sonrisa, Waldemar Carvalho, amigo de Enrique. Son muchos los amigos que recuerdan los encuentros alrededor del té (ceremonia instituida por Esther Haedo, compartida durante muchas tardes de domingo con salteños y forasteros) como oportunidades para asomarse una ventana al mundo, para descubrir vanguardias y corrientes de pensamiento, para explorar en el cine, en la literatura, en las bellas artes.

Las Nubes – casa moderna de Amorim en Salto R.O.U.

El sitio guardó cartas de García Lorca, Rafael Alberti, José Bergamín; obras de Pablo Picasso, Lurçat, Marie Vassilieff y Bernard Buffet, Mateo Hernández, Peinado, Manuel Ángeles Ortiz, di Cavalcanti, Xul Solar, Castagnino y María Carmen Portela; y de pintores nacionales como Juan Manuel Blanes, Pedro Figari, Rafael Barradas, Anhelo Hernández o Aldo Peralta.

A comienzos de 1973 Las Nubes fue declarada Monumento Histórico Nacional (se incluyó el inmueble y los valiosos elementos de su interior, pero no se hizo un inventario). El 26 de octubre de 2010 la Comisión de Patrimonio Cultural de la Nación ratificó el carácter de Monumento Histórico Nacional del chalet y lo compró, junto al Chrysler Windsor (1954) de Amorim.

En junio de 2011 se oficializó el anuncio de la compra del chalet Las Nubes por parte de la Comisión del Patrimonio Cultural de la Nación, en un decisión que adoptó el Ministerio de Educación y Cultura. La compra que por un valor de 225.000 dólares se realizó a Enrique Saporiti, yerno de Amorim, comprende los padrones 30.226 –donde está la edificación– con una superficie de 1 hectárea, 668 m, 80 cm, y el anexo 30.108, con una superficie de 8.150 m, 30 cm. Incluye también todos los muebles que alhajan la casa, obras de arte, la biblioteca, el auto (que de acuerdo a la resolución serán “debidamente inventariados teniendo en cuenta el legado de la señora Esther Haedo de Amorim, referido a las importantes obras plásticas que se encuentran en custodia en el Museo de Artes Visuales María Irene Olarreaga Gallino”).-

(FUENTE https://lasnubes.org.uy/esther/ )

posteado por kalais 26.5.2021 – ch

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