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Ferdydurke (capítulo XIII): Cómicas claves de armonías y conflictividad social, por Witold Gombrowicz

May 22, 2021

…   malaxación: estrujamiento, amasado, sobar una substancia para ablandarla. //

cap, XIII – EL PEÓN, ES DECIR LA NUEVA MALAXACIÓN

…Entonces vamos, con Polilla, en busca del peoncito. Se perdió a la vuelta la quinta con el resto de los Juventones en revoltillo. Ante nosotros, el largo cinturón de la calle Filtrowa, una línea brillante. El sol salió, bola amarillenta, desayunamos en una peluquería, la urbe se despierta, ya son las ocho, seguimos adelante, yo con mi valijita y Polilla con un cayado. Los pajaritos trinan. ¡Adelante, adelante! Polilla marcha alegremente, llevado por la esperanza, su esperanza se me trasmite, a mí que soy su esclavo. “¡A los suburbios! ¡A los suburbios!”, repite. ¡Allí encontraremos un bonito peón (mujik), allí lo encontraremos! Con claros y simpáticos colores el peón pintaba la mañana, ¡divertido y agradable ir a través de la ciudad tras un peón! ¿Quién seré? ¿Qué harán de mí? ¿Qué circunstancias surgirán? No sé nada, ando animosamente tras mi dueño. Polilla, no puedo sufrir ni apenarme, ¡porque me siento alegre! Las entradas de las casas, no muy numerosas en este barrio, están infectadas por los porteros y sus familias. Polilla echa un vistazo a cada una, pero ¡qué diferencia entre el portero y el peón! ¿Acaso el portero no es sencillamente un campesino en maceta? De vez en cuando se ve a un portero–hijo, pero ninguno de ellos satisface a Polilla; ¿no sería, pues, que el hijo del portero es en realidad un peón enjaulado, un peón domesticado? “No hay viento aquí —declara—; entre esas casas hay sólo corrientes de aire, y yo no admito a un peón en una corriente de aire; para mí, sólo un peón en un gran viento.”

Dejamos atrás nurses e institutrices que en chirriantes cochecitos llevan a pasear a sus criaturas. En heredadas toilettes de sus patrañas y sobre tacones torcidos, lanzan miradas coquetas. En la boca dos dientes de oro, con niño ajeno, perfumadas, y en la cabeza Greta Garbo. Vemos gerentes, empleados, con cartera bajo el brazo, que se dirigen a sus ocupaciones diarias, y todos ellos de “papier maché”, muy eslavos y muy empleados, con puños, con botones, tal como si fuesen dijes de su propio yo, sus propias leontinas, esposos de las esposas y patronos de la sirvientas. Por encima de ellos, un gran Cielo. Cruzamos numerosas damitas en tapados con el chic varsoviano, algunas delgadas y prontas, otras más lentas y blandas, metidas en sus propios sombreros y tan parecidas entre sí que que se alcanzan y se adelantan entre ellas sin que se advierta. Polilla no se digna mirar y yo me aburro terriblemente hasta que empiezo a bostezar.

—A las afueras —exclamó—, allí encontraremos al peón, aquí no se ve nada, todo esto, muy barato, a 10 centavos la pieza, las vacas y los caballos de la clase culta, las señoras de los doctores y los doctores tal matungos de tiro. (La gran perra, la peste, mier… coles, vacas y mulos! ¡Ved qué instruidos y qué estúpidos! ¡Qué distinguidos y qué ordinarios! Culeíto, cuculaíto, la gran perra.

En la esquina de Wawelska percibimos algunos edificios públicos, concebidos en gran escala, de cuyo poderoso aspecto se nutrían grandes cantidades de hambrientos y debilitados contribuyentes. Los edificios nos recordaron la escuela y apretamos el paso. En la plaza de Narutowicz, donde está la casa de los estudiantes, encontramos la hermandad académica con bocamangas roídas, mal dormida y mal afeitada, apurada por llegar a la clase y esperando el tranvía. Todos, con sus narices en los textos, comían huevos duros, ponían las cáscaras en el bolsillo, aspirando el polvo urbano.

—¡Diablos, son ex peones! -exclamó—. ¡Son hijos de campesinos que están instruyéndose para doctores! ¡Al diablo con los ex peones! ¡Odio a los ex peones! Todavía se limpia la nariz con la mano y ya estudia los textos. ¡La sabiduría libresca en un peón! ¿Peón-abogado, peón-médico? Mira no más cómo se les hinchan las seseras con la terminología científica, ¡cómo resaltan sus dedotes! ¡Desgracia —se indignó Polilla—, esto es tan terrible como si se metiesen a monjes!

¡Ah, cuántos excelentes y buenos peones podríamos encontrar entre ellos, pero nada de eso, disfrazados, asesinados, muertos! ¡A los suburbios, a los suburbios, allí más viento, más aire! Dimos vuelta por la calle Grojecka, el polvo, el polvillo, ruido, olores, terminan las casas, empiezan las casitas e increíbles carros con todo el patrimonio judío, carros con legumbres, plumas, leche, coles, trigo, avena, hierro viejo y basura llenan las calles de ruido, algarabía y bochinche. En cada carro un campesino o un judío —campesino urbano o judío campestre—, no se sabe a cuál mejor. Cada vez más profunda e intensamente penetramos en la esfera secundaria, en el inmaduro suburbio de la ciudad y cada vez más muelas gastadas, orejas tapadas con algodón, dedos vendados con trapos, más cabello ondulado, más hipo, más eccema, coles y moho. Los pañales se secan en las ventanas. La radio charla sin cesar, prosigue la instrucción pública y numerosos Pimkos con voz ora artificialmente ingenua y sincera, ora jocosa, alegre, instruyen el alma de los panaderos, enseñando los deberes cívicos y el amor a Kosciuszko.

Los propietarios de los cafetines se deleitan con el lujo de la clase alta, descrita en baratas novelas, y sus señoras se rascan la espalda, emocionadas por Marlene Dietrich. Sigue la acción pedagógica y un sinnúmero de idóneas se mueven entre el pueblo, enseñando e instruyendo, influyendo y desarrollando, despertando y civilizando, con muecas ad hoc simplificadas. Por allí un gremio de asociadas esposas tranviarias baila en círculo, cantando con sonrisa en los labios y produciendo la alegría de vivir bajo la dirección de un miembro del comité permanente “Alegría Social”. Por allá los cocheros cantan en coro canciones patrióticas, fabricando una extraña inocencia, y en otra parte lasex muchachonas del campo aprenden a descubrir la hermosura del sol poniente. Y decenas de concepcionalistas, doctrinarios, demagogos y agitadores reforman y deforman sembrando sus concepciones, opiniones, doctrinas, ideas, todas especialmente simplificadas y adaptadas para uso de los simples.

—Facha, facha —dijo Polilla con su acostumbrada trivialidad—. ¡Lo mismo que en nuestra escuela! No debe extrañar que las enfermedades los muerdan y la miseria los estrangule; es imposible no morder y estrangular una carroña así. ¿Qué demonio los ha arreglado de tal manera? Pues tengo la convicción de que, si no hubieran sido especialmente preparados y arreglados por alguien para ese fin, no podrían producir tantas asquerosidades, estupideces y suciedades. ¿Por qué todo eso surge de ellos con tanta abundancia, por qué no surge del campesino, aunque nunca se lave? ¿Quién, pregunto, convirtió en una fábrica de ascos aquel bueno y digno proletariado? ¿Quién les enseñó estas inmundicias y pantomimas? ¡Sodoma y Gomorra! Aquí no encontraremos al peón. ¡Aun más adelante y adelante!

¿Cuándo soplará el viento? Pero no hay viento, inercia, los hombres se bañan en lo humano como peces en el estanque, la fetidez llega al cielo, y no se ve al peón por ninguna parte. Adelgazan las costureras solitarias, los peluqueros de segunda engordan en un confort barato, los industriales modestos se ven sujetos a flatulencias, las sirvientas desocupadas, sobre piernas cortas y amplias, extraen de sí infelices expresiones, giros presuntuosos y acentos falsos, la mujer del farmacéutico, regodeándose, se empina por encima de la lavandera, la lavandera también se empina sobre sus tacones altos y torcidos. Los pies, en realidad descalzos y sin embargo calzados, pies impropios en zapatitos e impropias cabezas con sombrero, un torso campestre y campesino con galanuras de damas y caballeros. La facha —dijo Polilla—, nada sincero, nada natural, todo imitado, falso, mentido. Y no hay peón.

Se nos presentó por fin un aprendiz bastante bueno, un rubio simpático y proporcionado, pero desgraciadamente con alta conciencia social y mal asimiladas ideologías. —Facha —dijo—; ¡al diablo con el filósofo! Otro todavía, un tunante típico con el cuchillo entre los dientes, un vivo suburbano, nos pareció por un momento ser el peón anhelado, mas por desgracia llevaba una galera. Otro, con el que entablamos conversación en la esquina,nos convenía en todo sentido, pero qué hacer si empleó la expresión “no obstante”.

—Facha —murmuró Polilla rabioso—. No, no es eso. Adelante, adelante —repetía febrilmente—. Todo eso es una chabacanería. Igualito que en nuestra escuela. Los suburbiosaprenden del centro. ¡Al diablito pequeño y menudo! Se ve que las clases inferiores no son en verdad otra cosa que clases de la escuela primaria. Son ellos alumnos del primergrado y por eso seguramente andan con nariz mocosa. Por todas las irrupciones y erupciones, ¿acaso nunca lograremos huir de la escuela? ¡Facha, facha y facha! ¡Adelante y adelante!

Proseguíamos adelante, pequeñas casitas de madera, las madres espulgan a las hijas, las hijas a las madres, los niños se bañan en las alcantarillas, los trabajadores vuelven del trabajo y por todos lados se oye una palabra única y grandiosa, una palabra llave. Ya parece llenar toda la calle, convirtiéndose en el himno del proletariado, suena a desafío, echada con furia en el espacio procura por lo menos una ilusión de fuerza y vida.

—Oye —se asombró Polilla—; levantan su ánimo igualito que nosotros en la escuela. Esos jovencitos mocosos no se salvarán por ello del cuculato que les fue hecho grande y clásico. Terrible, pero hoy día no hay nadie que no se halle en el período de la maduración. ¡Adelante! Aquí no habrá peón.

Y justamente cuando acababa de decir esas palabras, un leve soplo nos acarició las mejillas, terminaron las casas, las calles, los canales, las cloacas, los peluqueros, las ventanas, los trabajadores, las esposas, las madres e hijas, las cucarachas, las coles, los olores, las muchedumbres, el polvo, los dueños, los aprendices, los zapatos, las blusas, los sombreros, los tacones, los tranvías, las tiendas, las legumbres, los atorrantes, los avisos, las aceras, los vientres, los instrumentos, las partes del cuerpo, el hipo, las rodillas, los codos, los vidrios, las charlas, el escupir, el sonarse, el carraspeo, gritos, niños y clamor. La ciudad se terminó. Delante de nosotros, campos y bosques. Un camino pavimentado.

Polilla cantó: ¡Oh, oh, oh, el bosque verde, – oh, oh, oh, el bosque verde!

—Toma un palo. Córtalo del árbol. Allí encontraremos al peón, ¡en los campos! Ya lo veo con los ojos de la imaginación, ¡no está mal el peoncito!

Canté: ¡Oh, oh, oh, el bosque verde,- oh, oh, oh, el bosque verde!

Pero no podía adelantar un paso. El canto murió en mis labios. El espacio. En el horizonte, una vaca. La tierra. En la lejanía desfila un pato. Enorme cielo. En la niebla, perspectivas azules. Me detuve en el límite de la urbe y sentía que nada podía sin la grey, sin productos, sin lo humanoentre los hombres. Agarré a Polilla por la mano:

—Polilla, no vayas allá, volvamos, Polilla no salgas de la ciudad. —Entre arbustos y yerbas desconocidas temblaba, como una hoja, extraído de entre los hombres. Y las deformaciones que me habían ocasionado se volvieron, sin ellos, absurdas e injustificables.

Polilla también vaciló, pero la perspectiva del peón venció su miedo.

—¡Adelante! —gritó levantando el cayado—. ¡No iré solo! ¡Tienes que venir conmigo! ¡Vamos, vamos!

Vino el viento, los árboles se movieron, musitaron las hojas, una sobre todo me asustó, en la punta misma del árbol, expuesta sin perdón al espacio. Un pájaro se lanzó en los aires. Desde la ciudad se precipitó un perro y corrió por campos negros. Pero Polilla se internó gallardamente por el sendero al lado del camino; yo tras él, como en un bote desembocando en alta mar. Ya desaparece el puerto, desaparecen las chimeneas y torres, estamos solos. Silencio tal que casi se oyen las frías y húmedas piedras que duermen dentro del suelo. Camino y ya no sé nada, en las orejas zumba el viento, el ritmo del andar me balancea… La naturaleza.

No quiero naturaleza, para mí la naturaleza son los hombres; Polilla, volvamos, prefiero el apretujamiento en el cine al viento de la provincia. ¿Quién dijo que frente a la naturaleza el hombre se vuelve pequeño? Al contrario, me agiganto y crezco, me siento delicadísimo, estoy como desnudo y servido sobre el plato del enorme campo de la naturaleza en toda mi desnaturalización humana; oh, ¿dónde se fue mi bosque, mi espesor de ojos y bocas, palabras, miradas, rostros, sonrisas y crispaciones? Se avecina otro bosque de silenciosos y verdes árboles esbeltos, debajo de los cuales se desliza la liebre y la oruga repta. Y justamente pordesgracia no se ve ningún villorrio; campos y bosques. No sé cuántas horas hemos caminado indolente, rígidamente por los campos, como sobre la cuerda floja; no teníamos otracosa que hacer porque estar parado cansa aun más y ni sentarse ni acostarse se puede sobre la tierra húmeda.

Es verdad que hemos pasado por algunos villorrios, pero estaban como muertos; las chozas herméticamente cerradas mostraban sus cuencas vacías. La circulación sobre el camino cesó por completo. ¿Cuánto tiempo todavía vamos marchar a través del vado?

—¿Qué significa esto? —dijo Polilla—. ¿La peste acabó con los campesinos? ¿Se murieron todos? Si esto sigue así, no encontraremos al peón.

Por fin en un nuevo villorrio, igualmente despoblado, empezamos a golpear las chozas. Contestó un rabioso ladrar como si toda una traílla de perros enfurecidos, desde grandes mastines hasta gozquecillos, estuviera afilando sus dientes contra nosotros.

—¿Qué es eso? —dijo Polilla—. ¿De dónde vienen tantos perros? ¿Por qué no hay campesinos? Pellízcame, pues estoy soñando, creo…

Esas palabras no se habían disuelto aún en el aire limpio cuando del cercado silo para papas asomó una cabeza de gañán y pronto volvió a esconderse. Nos acercamos y entonces desde el foso se oyeron unos locos ladridos. —Carambita —dijo Polilla—. ¿Otra vez los perros? ¿Dónde estará el patán?

Cercamos el silo por ambos lados (mientras desde las chozas estallaban ensordecedores aullidos) y descubrimos al campesino y a su mujer con sus cuatrillizos, a los que alimentaba con una sola, anémica teta (pues la otra ya hacía tiempo que estaba inservible). Ladraban desesperada, furiosamente y trataron de huir, mas Polilla se abalanzó y atrapó al campesino. Éste estaba tan depauperado que cayó y gimió:

—¡Señor, señor, misericordia, dé’eme, oh, suéteme, mi señor!

—Hombre —dijo Polilla—, ¿qué pasa? ¿Por qué os escondéis de nosotros?

Al oír la palabra “hombre”, el ladrar dentro de las chozas y detrás de la empalizada empezó con doble fuerza, mientras el campesinucho palidecía como un cirio. —¡Ay, misericordia, señor, yo no hombre, dé’eme!

—Ciudadano —dijo entonces Polilla amistosamente—, ¿Habéis enloquecido? ¿Por qué ladráis, tú y tu mujer? Tenemos las mejores intenciones.

Al sonar esta expresión “ciudadano”, el ladrar se dejó oír con triple fuerza y la lugareña rompió en llanto: —¡Ay, pero premita, señor, él no es ningún suidadano! ¡Qué suidadano ni qué ocho cuartos! ¡Ay, desgracia nuestra, desgracia, ay, mardición, mardita sea! ¡Otra vez vienen con intenciones, oh, al diablo!

—Amigo —dijo Polilla—, ¿de qué se trata? No queremos perjudicaros. Deseamos vuestro bien.

—¡Amigo! —gritó el campesino asustadísimo. —¡Quiere nuestro bien! —vociferó la campesina—. ¡Nosotros no hombres, nosotros perros, perros! ¡Jáu, jáu!

Repentinamente una de las criaturas de pecho ladró y la paisana, viendo que éramos sólo dos, gruñó y me mordió en el vientre. ¡Zafé el vientre de los dientes de la vieja! Y ya por la empalizada se desbordaba todo el villorrio, ladrando y aullando. ¡Cógelo, vecino! ¡Cógelo! ¡No tengas miedo! ¡Muerde! ¡Chu, chul ¡Préndelo! ¡Cuz, cuz, a las intenciones! ¡Muerde al suidadano! ¡Chu, chu, arrú, a él, a él!

Así azuzándose y excitándose se acercaban lentamente. Y lo peor es que con fines de engaño o, más bien, para animarse, conducían verdaderos perros que saltando y pujando echaban espuma y ladraban rabiosamente. La situación se volvía crítica, todavía más bajo el aspecto psíquico que físico. Son las seis de la tarde, oscurece, el sol se esconde detrás de las nubes, comienza a lloviznar y nosotros, en una región desconocida, bajo una menuda y fría llovizna, estamos frente a una gran cantidad de gañanes que fingen ser sus propios perros para eludir así la omniacaparadora actividad de los representantes de la cultura urbana.

Sus hijos ya ni siquiera sabían hablar, sólo ladraban gateando, y los padres los animaban todavía: “Ladra, ladra, hijito–gozque, pa’que te dejen quieto, ¡ladra, ladra, gozquejo!” Era la primera vez en mi vida que contemplaba a toda una grey humana transformándose apuradamente en perro, según la ley del mimetismo, y de miedo ante una humanización aplicada con demasiada intensidad. Pero la defensa es imposible, pues si se sabe cómo defenderse de un perro o de un campesino solo, no se sabe en cambio qué hacer con hombres que gruñen, ladran y se apresuran amorder Polilla deja caer su palo. Yo torpemente miro la húmeda, misteriosa hierba donde pronto rendiré el alma en circunstancias equívocas. ¡Salud, partes de mi cuerpo! ¡Salud, mi facha y tú también salud, domesticado cumulillo! y con seguridad hubiéramos sido, allí, en ese lugar preciso, devorados de modo desconocido, cuando de repente todo cambia, suena la bocina de un automóvil, el automóvil irrumpe en la muchedumbre, se detiene, y mi tía Hurlecka, nacida Lin, exclama, viéndome:

—¡Pepe! ¿Y tú, qué haces aquí, chico?

Sin darse cuenta del peligro, sin darse cuenta de nada (como suelen las tías) baja del coche, envuelta en chales, corre con manos extendidas para besarme. ¡Tía! ¡Tía! ¿Dónde esconderse? Prefería ser devorado que agarrado por una tía en el gran camino. Esta tía me conocía desde niño, se conservó en ella el recuerdo de mis pantaloncitos: me había visto cuando en la cuna pataleaba. Pero me alcanza, me besa en la frente, los campesinos dejan de ladrar y estallan en risas, todo el villorrio se sacude a carcajadas; ven que no soy ningún empleado omnipotente, sino un chico tial. El engaño se pone en claro. Polilla se saca la gorra y la tía le mete su mano tial para que la bese.

—¿Es tu colega, Pepe? Encantada.

Polilla besa la mano de la tía. Yo beso a la tía en la mano. La tía pregunta si no tenemos frío, que adónde vamos, de dónde venimos, con qué fin, cuándo, con quién, por qué y para qué. Contesto que estamos de excursión.

—¿Excursión? ¿Pero, mis hijos, quién os dejó salir con tanta humedad? Suban conmigo, os llevaré a Bolimowo, a mi casa. El tío se alegrará.

De nada sirven las protestas. La tía excluye la protesta. Sobre el gran camino, bajo la lloviznante lloviznita, entre neblinas que suben, estamos junto a la tía. Subimos al coche. El chófer toca la bocina, el coche se marcha, los campesinos se mueren de risa bajo la mano, el automóvil enfilado en el hilo de los palos telegráficos empieza a correr. Nos vamos. Y la tía:

—Y, Pepe, no te alegras, yo soy tu tía materno–materna, tu mamá era tía de la tía de la sobrina de mi tía materna. ¡Tu mamá difunta! ¡María querida! ¿Cuántos años hará que no te veo? Desde el casamiento de Francisco, cuatro. Me acuerdo cómo jugabas en la arena. ¿Recuerdas la arena? ¿Qué querían esos tipos de vosotros? ¡Ah, cómo me asusté! El pueblo de hoy día es bastante atrevido. Por todas partes hay microbios, no tomen agua sino hervida, no coman fruta sin pelarla o sin lavarla en agua caliente. Hazme el favor, ponte este chal, si no quieres apenarme y tu amigo que tome otro chal. Pero le ruego, no, no, no hay que ofenderse, podría ser su madre. Seguramente su mamá estará preocupadísima en su casa.

El chófer toca la bocina. El coche zumba, el viento zumba, zumba la tía, pasan olmos, pinos y encinas, pasan postes telegráficos, casitas, rancheríos, cual lodazales, el coche nos lleva al galope a través de los baches, saltamos en los asientos. Y la tía:

—Félix, más despacio, más despacio. ¿Te acuerdas del tío Francisquito? Cristina está de novia. Teresita tuvo una gripe. Enrique está de conscripto. Adelgazaste, si te dolieran las muelas tengo aquí una pastilla de aspirina. ¿Y los estudios? ¿Bien? Debes tener gran capacidad para la historia porque tu difunta madre tenía asombrosa facilidad para la historia. De tu madre la heredaste. Ojos azules de la madre, Nariz del padre, aunque el mentón típico de los Pifczycki. ¿Te acuerdas cómo lloraste cuando te quitaron el carozo y te pusiste el dedito en la boquita y gritaste: ¡Buu, buu, cha cha, chu, tía, tial? (¡Maldita tía!) Espera, espera, cuántos años serán, veinte, veintiocho, sí mil novecientos… naturalmente, me fui entonces a Vichy y compré una valija verde, sí, sí, así que tendrás ahora treinta… Treinta… sí, naturalmente, justo treinta. Hijo mío, ponte el chal, hay que tener más cuidado con las corrientes de aire.

—¿Treinta? —preguntó Polilla.

—Treinta —dijo la tía—. ¡Treinta cumplió el día de San Pedro y San Pablo! Cuatro años y medio más joven que Teresita, y Teresita seis semanas mayor que Sofía, hija de Alfredo. Enrique se casó en febrero.

—¡Pero, señora, él va a nuestra escuela, al segundo año!

—Justamente. Enrique se casó en febrero, eso fue cinco meses antes de mi viaje a Mentón, una ola de frío. Elenita murió en junio. Treinta. Mamá volvió de Podolia. Treinta. Justo dos años después de la difteria de Chuchito. El baile en Mogilany, treinta. ¿Quieren bombones? Pepe, ¿quieres un bombón? La tía siempre tiene bombones. ¿Recuerdas cómo tendiste las manilas, gritando: ¡Boboncito, tía! ¡Boboncito!? Tengo siempre los mismos bombones, toma, toma, son buenos para la tos, abrígate, hijito.

El chófer toca la bocina. El coche corre. Corren los postes y árboles, ranchitos, trozos de cercas, pedazos de campo, pedazos de bosques y tierra, pedazos de no sé qué regiones. Llanura. Las siete de la tarde. Oscuridad, el chófer lanza columnas de electricidad, la tía enciende la luz en el interior y convida con los bomboncitos de la infancia. Polilla, asombrado, también mastica un bomboncito y la tía también mastica con el cartucho en la mano. Masticamos todos.

Mujer, si tengo treinta años, entonces tengo treinta, ¿acaso no comprendes? No, no comprende. Es demasiado buena. Bondadosa en demasía. Es la bondad misma. Me hundo enla bondad de la tía, mastico su dulce bomboncito, para ella siempre tengo dos años, y además, ¿acaso existo para ella? No, no existo, el cabello del tío Eduardo, nariz del padre, ojos de la madre, mentón de los Pifczycki, partes del cuerpo familiares. La tía se hunde en la familia y me arropa en su chal. Sobre el camino salta un ternero y se empaca patizambo, el chófer toca como un arcángel, mas el ternero no quiere ceder, el coche se detiene y el chófer empuja al ternero. Corremos de nuevo y la tía cuenta cómo pintaba yo letras sobre los vidrios con el dedo, cuando tenía diez años. Recuerda lo que yo no recuerdo, me conoce tal como yo nunca me había conocido, pero es demasiado bondadosa para que la mate; no sin razón en la bondad Dios ahogó toda la sabiduría de las tías referente a nuestro ridículo y lamentable, anónimo pasado infantil. Corremos, pasamos por un enorme bosque, detrás de los vidrios, en la luz delos reflectores, vuelan pedazos de árboles; por la memoria, pedazos del pasado; la región es mala, de mal augurio.

¡Qué lejos estamos! ¿Adónde hemos llegado? Un gigantesco trozo de la brutal, oscura provincia, resbaladiza por la lluvia y destilando agua, acecha nuestro cajoncito, dentro del cualla tía charla de mis dedos, que antaño me había lastimado un dedo y todavía debo tener una cicatriz; mientras Polilla, con el peón en la cabeza, se asombra ante mi treintena.

Empezó a llover fuerte. El coche dobló por un camino secundario, montículos y baches, una vuelta más y los perros nos asaltan, furiosos, grandes mastines, corre el sereno, los ahuyenta —gruñen, ladran y chillan—; aparece sobre el portal un fámulo y tras él otro fámulo. Bajamos. El campo. El viento sacude los árboles y las nubes. En la noche se delinean los contornos de un gran edificio, que no me es desconocido, pues estuve ya aquí, hace años. La tía teme la humedad, la servidumbre la toma en brazos y la lleva a la antesala. El chófer, detrás, lleva las valijas. El viejo mayordomo con patillas desviste a la tía. La criada me desviste a mí. El criadito desviste a Polilla. Los perritos nos huelen. Conozco todo eso, aunque no recuerdo… aquí nací y pasé los primeros diez años de mi vida.

—¡Traigo huéspedes! —exclamó la tía—. Eduardo, he aquí al hijo de Estanislao, Alfredo, tu primo. ¡Isabel! Pepe, tu prima. Es Pepe, hijo de la difunta María. Pepe, tu tío Eduardo. Eduardo, Pepe. Estrechamiento de manos, besos en las mejillas, enlazamiento mutuo de partes de cuerpo, demostraciones de alegría y hospitalidad, nos conducen al salón, nos sientan sobre viejos Biedermayers y nos preguntan por nuestra salud, cómo nos sentimos; a mi vez, yo pregunto por la salud, y la conversación sobre las enfermedades se origina, nos atrapa y ya no nos quiere soltar. La tía está enferma del corazón, el tío Eduardo de reumatismo, Isabel padeció de anemia hace poco y tiene predisposición a los resfríos, la pobre anda  mal de las amígdalas, mas faltan medios para una cura radical. Alfredo también se resfría fácilmente, y además tuvo un accidente fatal con la oreja, que se hinchó hace un mes cuando vino el otoño con sus vientos y humedad. Basta; parecía insano, en seguida de haber llegado, enterarse de todas las posibles enfermedades de la familia, pero cada vez que la conversación estaba por apagarse: “Isabelle parle” murmuraba la tía e Isabel, para mantener la conversación, con perjuicio de sus propios atractivos, traía al tapete una nueva enfermedad. Tortícolis, reumatismo, artritismo, dolor de huesos, podagra, catarro y tos, angina, gripe, cáncer y los pruritos urticariosos, dolor de muelas, pereza de intestinos, debilitamiento general, hígado, riñones, Karlsbad, el profesor Kalitowicz y el doctor Pistak. Parecía que se acabara con Pistak, pero no, pues la tía para mantener la conversación menciona al doctor Wistak, dotado de mejor oído que Pistak, y de nuevo Wistak, Pistak, la fiebre, enfermedades de la nariz, de la garganta, padecimientos de las vías respiratorias, médicos, las piedras vesiculares, la indigestión crónica, la indisposición y los glóbulos de la sangre. No podía perdonarme haber preguntado por la salud. Y sin embargo no podía, por cierto, no preguntar por la salud.

Sobre todo para Isabel eso era sumamente fastidioso y veía cuánto le costaba evidenciar sus escrófulas sólo para que la conversación no decayera; sin embargo, no convenía callarse con dos jóvenes recién llegados. ¿Acaso todos los que venían a la campaña eran así atrapados por un mecanismo fijo, acaso con nadie se empezaba aquí de otro modo, sino a través de las enfermedades? Esa era la desgracia de la nobleza rural: que los buenos modales milenarios obligaban a entrar en relaciones desde el lado catarral y por eso seguramente tenían un aspecto tan resfriado y pálido a la luz de la lámpara, con perritos sobre las rodillas. ¡Campaña!¡Campaña! ¡Leyes seculares y seculares, extraños misterios! ¡Qué diferencia con las calles urbanas y las muchedumbres céntricas!

Sólo la tía bondadosamente y sin ningún esfuerzo se dedicaba a los estados febriles y a la disentería del tío. La criada, roja en su blanco delantal, entró y avivó la lámpara. A Polilla, que hablaba poco, le impresionó la abundancia de sirvientes y dos viejos sables en la pared. Había nobleza en eso, pero yo no sabía si el tío también me recordaba de niño. Nos trataban un poco como niños, pero no de otro modo se trataban a sí mismos, con una Kinderstube heredada de antepasados. Tenía recuerdos poco claros de no sé qué juegos bajo la mesa gastada y me volvían del pasado los flecos del antiguo sofá, que estaba en el rincón. ¿Los mordía, o comía, o hacía trenzas con ellos? —o quizás los mojaba y untaba—, ¿con qué, cuándo? ¿O quizás me los metía en la nariz? La tía estaba sentada sobre el canapé según la vieja escuela, erguida, con el busto tendido hacia adelante, con la cabeza un poco hacia atrás; Isabel estaba sentada encorvadamente y enferma por la conversación, con los dedos cruzados; Alfredo de codos sobre los brazos del sillón se observaba las puntas de los zapatos, y el tío, fastidiando al lulú, se fijaba en una mosca otoñal que atravesaba el techo enorme, blanco. Afuera el viento golpeó, delante de la casa los árboles zumbaron con los restos de sus medio muertas hojas, chirriaron las celosías, en el cuarto se sintió un leve movimiento de aire y a mí me dominó el presentimiento de una nueva e hipertrófica facha.

Los perros aullaron. ¿Cuándo aullaré? Pues no cabía duda que iba a aullar. Las costumbres de los terratenientes, un tanto raras, irreales, mimadas por algo, acrecentadas en un vacío inconcebible… delicadeza y pereza, refinamiento, amabilidad, finura, distinción, orgullo, cariño, extravagancia en estado potencial, encerradas en cada palabra, me llenaban de un temor desconfiado. Pero, ¿qué es lo que más amenaza: la tardía mosca otoñal, solitaria sobre el techo, la tía con el pasado infantil, Polilla con el peón, enfermedades, flecos del sofá, o todo eso junto, concentrado y acumulado en la punta de una aguja? En previsión de una facha ineludible estaba sentado en silencio sobre mi viejo, patriarcal Biedermayer, heredado de los antepasados, mientras la tía, sentada sobre el suyo, para mantener la conversación, gimió, diciendo que las corrientes de aire a esta altura del año perjudicaban los huesos. Isabel, una señorita común de las que por millares se cuentan en las propiedades rurales y en nada diferente de las demás señoritas, para mantener la conversación se rió de eso; y todos se rieron con una mundana y amable imitación de la risa y dejaron de reírse… ¿Para quién, frente a quién se reían?

Pero el tío Eduardo que era delgado, alto, fragilucho, algo calvo, con nariz larga, delgada, largos y delgados dedos labios finos y delicadas aletas, maneras muy cuidadas, pulido y distinguido, con extraordinaria facilidad en su modo de ser y negligente elegancia de mundano, se recostó en su sillón y puso sobre la mesa sus pies en zapatillas amarillentas de gamuza.  —Qué tiempos —dijo—, qué tiempos.

La mosca zumbó. —Eduardo —exclamó bondadosamente la tía—, no te amargues. Y le dio un bombón. Pero él se amargaba y bostezó; abrió la boca entera hasta mostrar sus últimas muelas amarillentas por el tabaco y bostezó dos veces con máxima nonchalance.

—Tereperepximpum —gruñó—, ¡una vez danzaba un pez y la gata se reía con altivez! – Sacó su cigarrera de plata y tamborileó en ella con dedos, pero se le cayó al suelo. No la levantó, sino que de  nuevo bostezó. ¿A quién bostezaba así? ¿Para quién bostezaba? La familia acompañaba aquellos actos en silencio, sentada sobre sus Biedermayers. Entró el viejo servidor Francisco.

—Está servida la cena —anunció.

—La cena —dijo la tía,

—La cena —dijo Isabel.

—La cena —dijo Alfredo.

—La cigarrera —dijo el tío.

El fámulo la levantó y pasamos al comedor estilo Enrique IV, donde había sobre las paredes retratos viejos, en un rincon el samovar hirviente. Nos sirvieron un jamón “au gratín” con arvejas. La conversación comenzó de nuevo. —Tragad, tragad —dijo Eduardo, sirviéndose un poco de mostaza y una pizca de pimienta (¿pero en contra de quién se servía?) —. Nada mejor que el jamón “au gratin” cuando está bien preparado. Un jamón bien hecho se puede encontrar hoy día sólo en el restaurante de Simón, ¡sólo tereperepumpum, en Simón!

—¡Una copita! Vamos. ¡Un trago! —dijo Alfredo.

El tío preguntó:

—¿Te acuerdas de aquel jamón que daban, antes de la guerra, en Bidou?

—El jamón es muy pesado para el estómago —repuso la tía—. Isabel, ¿por qué tan poco, de nuevo no tienes apetito?

Isabel contestó, pero nadie la escuchaba, pues sabido era que hablaba por hablar. Eduardo comía no sin ruido, aunque con refinamiento y finura; operando con sus dedos sobre el plato, tomaba un bocado de jamón, lo preparaba con mostaza o salsa y se lo introducía en su agujero bucal; una vez echaba un poco de sal, otra de pimienta, se hizo una tostada y aun escupió un bocado que le había desagradado. El mayordomo en seguida lo sacó afuera. ¿Contra quién, sin embargo, escupía? ¿Y contra quién preparaba el jamón? La tía ingería no sin bondad, en forma abundante pero finita. Isabel ingería, Alfredo consumía lerdamente y la servidumbre servía con discreción, sobre la punta de los pies.

De improviso, Polilla se detuvo con su tenedor a medio camino y se inmovilizó, su mirada se oscureció; la facha se le volvió gris, sus labios se entreabrieron y una hermosísima sonrisa musical y mandolinal floreció en su facha terrible. Sonrisa del encontrar y del saludar, salve, estás, estoy; puso las manos sobre la mesa, se inclinó, el labio superior se levantó como para el llanto; pero no lloró, sino se inclinó aun más. ¡Vio al peón! ¡El peón estaba en la sala! ¡El criadito! ¡El criadito era el peón! No cabía duda alguna: el muchacho, que servía las arvejas, era el peón soñado. ¡El peón! De la edad de Polilla, sólo diecisiete, ni alto ni bajo, ni feo, ni tampoco lindo; tenía el cabello claro, pero no rubio. Se apresuraba y servía descalzo, con unaservilleta en el brazo izquierdo, sin cuello y con camisa de gemelos, en el traje de fiesta común a todos los peones campestres. Tenía una facha, mas su facha no tenía parentesco alguno con la facha fatal de Polilla, no era una facha fabricada sino natural, pueblerina, toscamente dibujada y rústica. No rostro que se había vuelto facha, sino facha que nunca, jamás llegó a la dignidad de rostro, ¡era eso una facha como una pierna! Indigno de un rostro honorable, así como indigno del rubio y del buen mozo; criado indigno de ser camarero. Sin guantes, descalzo, cambiaba los platos a los señores y nadie se extrañaba por eso; un muchacho indigno de la librea. ¡Peón!… Qué mala suerte encontrarlo aquí, en la casa de los tíos. Empieza, pensé, masticando el jamón como si fuese de goma, empieza…

Y justamente, para mantener la conversación, comenzaron a animarnos a comer y tuve que probar la compota de peras. Y nos ofrecieron aun masitas caseras y tuve que dar las gracias, comer ciruelas en almíbar que se me atragantaban, mientras la tía, para mantener la conversación, se disculpaba por la pobreza del agasajo.

“Tereperepumpum.” Echado sobre la mesa, el tío Eduardo, con desgano lanzaba ciruelitas en su boca enormemente abierta, agarradas con dos dedos.

—¡Tragad! ¡Tragad! ¡Llénense el buche, queridos! —

Tragó, chasqueó. Y dijo como expresamente, con una satisfacción ostentosa—: Mañana echaré a cinco hombres y no les pagaré, porque no tengo.

—¡Eduardo! —exclamó la tía con bondad. Pero él repuso:

—El queso, por favor.

¿Contra quién decía eso? La servidumbre servía sobre la punta de los pies. Polilla se ensimismó, devoraba con la mirada aquella no torcida facha pueblerina, campestre y rural, la apuraba como un brebaje único. Bajo su pesada e insistente mirada el criado trastabilló y por poco hubiese volcado el té sobre la cabeza de la tía. El viejo Francisco le dio discretamente en la oreja. “Francisco”, dijo la tía con bondad. “¡Que tenga cuidado!”, refunfuñó el tío y sacó un cigarrillo. El sirviente saltó con fósforos. El tío echó una bocanada de humo por sus labios estrechos, el primo Alfredo echó otra bocanada con labios no menos estrechos y pasamos al salón, donde cada uno se sentó sobre su inapreciable Biedermayer. La inapreciabilidad llegaba desde abajo con indecible lujo. El ventarrón se dejó oír detrás de las ventanas; el primo Alfredo propuso con cierta animación:

—¿Un bridge?

Polilla, sin embargo, no lo jugaba, así que Alfredo se calló, sentado. Isabel comentó algo, que en el otoño la lluvia caía a menudo, y la tía me preguntó por la tía Rosa. La conversación ya se terminaba; el tío cruzó las piernas, irguió la cabeza y miró el techo, donde una mosca atontada discurría en todas direcciones; bostezó, mostrándonos el paladar y una fila de dientes amarillos. Alfredo, en silencio, practicaba un lento balancear de la pierna y un contemplar de reflejos de la luz sobre las puntas de los zapatos; la tía e Isabel estaban sentadas con sus manos sobre las rodillas, el lulú sentado sobre la mesa miraba el pie de Alfredo, y Polilla, sentado en la sombra, con la cabeza entre las manos, permanecía en un silencio loco.

La tía se despabiló, ordenó a la servidumbre preparar el cuarto de huéspedes, poner en las camas botellas con agua caliente y dejar un poco de nueces con confituras por si nos venía apetito. Al oír eso, el tío mencionó al pasar que también comería… y en seguida la servicial servidumbre le sirvió. Comíamos, aunque ya estábamos ahítos; no podíamos no comer la confitura y las gollerías, pues estaban sobre la bandeja preparadas para ser comidas y también porque nos convidaban e invitaban a comer. Y no podían no convidar porque estaban los platos sobre la mesa. Polilla se negaba, terminantemente no quería y yo adivinaba por qué —pues el peón estaba presente—; sin embargo la tía con bondad le dio una doble porción y a mí me obsequió con bombones que tenía en una pequeña bolsita. Qué dulzura, oh, qué dulzura, no puedo ya, demasiada confitura, pero con el plato ante mí no puedo, no, todo me vuelve: la infancia, la tía, los pantaloncitos cortos, la familia, la mosca, el perrito, Polilla, el buche lleno, la asfixia, el ventarrón afuera, exceso, saturación, demasiado, riqueza terrible, el Biedermayer fascina desde abajo. Pero no puedo levantarme y decir buenas noches, no puedo sin preámbulo… al fin hacemos la tentativa pero nos invitan a quedarnos un rato. ¿Contra quién el tío Eduardo puso en su boca, cansada y dulce, todavía una ciruela más? De repente Isabel estornudó y eso nos facilitó la despedida. Saludos, reverencias, gracias, enlaces de partes de cuerpo. La criada nos conduce arriba por una escalera que me trae vagos recuerdos… Detrás de nosotros un criado con nueces y confituras. Falta de aire, calor. Las confituras me vuelven. Polilla tiene hipo. El campo…

Cuando se cerró la puerta detrás de la criada, preguntó: -¿Viste? Se sentó y escondió el rostro en las manos.

—¿Hablas del criado? —pregunté con aparente impasibilidad. Bajé las cortinas; me daba miedo la luz de la ventana en los oscuros espacios del parque.

—Tengo que hablar con él. ¡Bajaré! No; toca el timbre. Seguro ha sido puesto a nuestro servicio. Toca dos veces.

—¿Para qué? —trataba de persuadirlo—. Pueden de eso surgir complicaciones. Recuerda que los tíos… Polilla —grité—, no toques, dime antes, ¿qué te propones hacer con él?

Apretó el timbre. —¡Cáspita! —gruñó—. No bastan confituras, todavía nos dieron manzanas y peras. Pon eso en el armario. Echa las botellas con agua caliente… No quiero que vea eso…

—Estaba furioso, con esa furia detrás de la cual se oculta el temor por el destino, con la furia de los más íntimos asuntos humanos.— Pepe —murmuró temblando, cariñosa, siceramente—. Pepe, viste, él tiene una facha. No torcida, ¡tiene una facha normal! ¡Una facha sin mueca! Típico peón, no encontraré nunca nada mejor. Ayúdame. Solo no lograré desempeñarme.

—¡Quieto! ¿Qué quieres hacer?  —No sé, no sé. Si me hiciera amigo de él… Si lograra fra… fra… ternizar con él… —confesó con vergüenza—. ¡Fra… fra… ternizar! ¡Jun… tarme! ¡Debo! ¡Ayúdame!

El criado entró en el cuarto. —Niño —dijo.

De pie en la puerta, esperaba órdenes. Polilla le ordenó echar agua en la palangana. Echó y esperó. Polilla le ordenó abrir el postigo, y, cuando lo abrió y se detuvo, le ordenó colgar la toalla en la percha; cuando la colgó, le ordenó poner el saco en el ropero. Pero esas órdenes le hacían sufrir terriblemente. Ordenaba, el criado cumplía todo sin chistar; y las órdenes se asemejaban cada vez más a un malicioso sueño, ¡oh, ordenar a su peón, en lugar de fraternizar con él, ordenar según su capricho señorial y pasarse así ordenando toda una noche de señoriales fantasías! Por fin, no sabiendo ya qué ordenar, en una completa carencia de órdenes, ordenó sacar del armario las botellas y manzanas escondidas y me susurró, quebrantado:

—Prueba tú. No puedo más.

Me quité sin apurarme el saco y me senté sobre el respaldar de la cama, balanceando las piernas en el aire; esta actitud era más cómoda para empezar con el peón. Pregunté perezosamente y de puro aburrimiento:

—¿Cómo te llamas?  —Quique —repuso, y era evidente que diciendo eso no se disminuía sino que éste era su verdadero nombre, como si fuese indigno de ser Enrique y de tener un pleno apellido. Polilla tembló.

—¿Hace mucho que trabajas aquí?

—Y… hará un mes, niño.

—¿Y antes dónde trabajaste?

—Antes con los caballos, niño.

—¿Estás bien aquí?

—Bien, niño.

—Tráenos agua caliente.

—En seguida, niño.

Cuando salió, las lágrimas aparecieron en los ojos de Polilla. Lloraba. Lágrimas se deslizaban por el rostro martirizado.

—¿Oíste? ¿Oíste? ¡Quique! ¡Ni siquiera tiene un apellido! ¡Cómo todo eso concuerda con él! ¿Viste su facha? ¡Facha sin mueca, facha común! ¡Pepe, si él no fra… terniza conmigo, no sé qué haré! —Se enfurecía por momentos, me reprochaba por ordenarle traer el agua caliente, no podía perdonarse que a falta de otras órdenes le ordenara sacar del armario las botellas con agua caliente.

—Él seguramente nunca usa agua caliente. Él con seguridad nunca se lava. Y sin embargo no es sucio, Pepe, te diste cuenta, no se lava y, a pesar de eso, no es sucio; la suciedad en él no repugna, no da asco. ¡Ay, ay, y nuestras suciedades, nuestras!

Su pasión estalló con fuerza avasalladora en el cuarto de huéspedes del viejo caserón. Se secó las lágrimas; el peón volvía con una vasija. Esta vez Polilla comenzó, siguiendo las huellas de mis preguntas:

—¿Cuántos años tienes? —interrogó, mirando delante de sí.

—Y… qué sé yo, niño.

A Polilla se le cortó la respiración. ¡El peón no sabía! ¡No conocía su edad! En verdad, ¡qué peón divino, libre de suplementos ridiculizantes! Bajo el pretexto de lavarse las manos se acercó al criado y dijo, conteniendo su temblor:

—Parece que somos de la misma edad.

Esto ya no era una pregunta. Le dejaba la libertad de contestar. Tenía que empezar la fra… ternización. El criadito contestó.

—Sí, niño.

Por consiguiente Polilla volvió a las preguntas ineludibles.

—¿Sabes leer y escribir?

—Y… de dónde, niño.

—¿Tienes familia?

—Tengo hermana, niño.

—¿Y qué hace tu hermana?

—Ordeña las vacas, niño.

Estaba de pie y Polilla giraba en torno suyo; parecía que no había otro camino sino preguntas y órdenes, órdenes o preguntas, pues Polilla de nuevo se sentó y ordenó:

—Sácame los zapatos.

Me senté también. El cuarto era largo, estrecho y nuestros movimientos en él tenían en sí algo de malo. La casa, grande y tétrica, se hallaba en un parque húmedo y oscuro. El viento aflojó, lo que resultó peor; con un viento fuerte hubiese sido mejor. Tendió Polilla la pierna, el peón se arrodilló e inclinó su facha sobre el pie tendido, mientras la facha de Polilla sobresalía por encima de él feudalmente, pálida y espantosa, endurecida en las órdenes, impotente para nuevas preguntas. De repente preguntó:

—¿Y el señor te da en la facha?

El criado se iluminó y exclamó con alegría pueblerina. —¡Sí, sí que me da! ¡Sí que me da!

Apenas dijo eso, salté como sobre resortes, y le di con toda fuerza en el fachón izquierdo. Estalló en el silencio de la noche cual un estampido de pistola. El muchachón se agarró la facha, pero en seguida bajó la mano y se incorporó.

—Pegar, ¡pega el niño! —murmuró con admiración.

—¡Fuera! —grité. Salió.

—¿Qué hiciste, por Dios? —Polilla se retorcía las manos—. ¡Yo quería darle la mano! ¡Quería tomar su mano en mi mano! Entonces nuestras fachas serían iguales y todo… ¡Pero tú le diste con la mano en la facha! ¡Y yo tendí el pie a sus manos! ¡Me sacaba los zapatos —se lamentaba—, los zapatos! ¿Para qué hiciste eso?

No tenía la menor idea. ¿Para qué? Ocurrió como sobre resortes; grité ¡fuera! porque pegué, pero, ¿por qué pegué?

Golpearon a la puerta, y el primo Alfredo apareció con una aguja, en zapatillas y pantalones.

—¿Disparaba alguien? —preguntó—. Me pareció oír un estampido de browning.

—Di un bofetón a tu Quique.

—¿Diste un sopapo a Quique?

—Me robó un cigarrillo.

Prefería presentarle mi versión del incidente antes de que se enterara por la servidumbre. Alfredo se extrañó un tanto, más en seguida rió amablemente.

—¡Perfecto! ¡Eso le quitará el hábito! Qué, ¿así al punto le diste en el hocico? —preguntó con cierta incredulidad. Me reí, y Polilla me echó una mirada que no olvidaré nunca, mirada de un traicionado, y se fue al baño. El primo lo acompañó con su mirada.

—El amigo tuyo al parecer está indignado ¿eh? —observó con leve ironía—. Indignado contra ti. ¡Un burgués típico!

—¡Burgués! —dije, pues qué otra cosa podría decir.

—Burgués —dijo—. A este Quique, como le des así te va a respetar. ¡Hay que conocerlos! ¡Les gusta eso!

—¡Les gusta! —dije.

—¡Les gusta; gusta, ja, ja, ja! ¡Les gusta! —No reconocía al primo que hasta ahora me había tratado más bien con reserva; su apatía desapareció por completo, los ojos le brillaban, el pegar a Quique en la facha le complació y yo le complací también; el señorito de raza salió del languideciente y aburrido estudiante, como si hubiese olfateado el olor del bosque y del vulgo. Colocó la bujía en la ventana, se sentó a los pies de la cama con un cigarrillo.

—¡Les gusta! —dijo—. ¡Les gusta! Zurrar se puede, pero hay que dar propinas; sin propinas no admito palizas. Mi viejo y el tío Segismundo cierta vez en el “Grand” dieron una cachetada al portero.

—Y el tío Eustaquio —dije— dio en la facha a un peluquero. Nadie pegaba mejor en la carota que la abuelita Evelina, pero esos son tiempos remotos. Bueno, hace poco Enriquito Pac se bebió, y moqueteó la carucha de un enfermero. ¿Conoces a Enriquito Pac? Es muy simpático. Pero Titi Pitwicki rompió en el “Cacadú” un vidrio con la facha de un frutero. Yo sólo una vez crucé la facha a un ingeniero. ¿Conoces a los Pipowski? Ella es bastante snob pero muy estética. Mañana podríamos cazar perdices.

¿Dónde está Polilla? ¿Adónde se fue? ¿Por qué no regresa? Pero el primo no demuestra ganas de despedirse, la bofetada aplicada a Quique nos acercó cual una copa de caña y él charla, pitando el cigarrillo, que bofetadas, perdices, Pipowska, simpatiquísimo, bailarinas y cabaret, Enriquito, Luisito, hay que saber que la vida es la vida, los estudios agronómicos y la plata y cuando termine los estudios. Contesto más o menos lo mismo. Y él de nuevo lo mismo. Y yo lo mismo. Entonces él, otra vez las cachetadas, que hay que saber cuándo, con quién y por cuánto, y entonces yo, de nuevo, que en la oreja mejor que en la mandíbula. Mas todo eso no es tan cierto, hay algo de ficticio en ello, pues en realidad ya nadie pega con tanta frecuencia, las costumbres son más civilizadas. Trato de rectificar y aclarar, pero no puedo, la charla es demasiado atractiva, y la leyenda, la fantasía señorial nos embriaga, ¡charlamos como dos señoritos!

—¡No está mal dar en la facha!

—¡Cachetear, muy saludable! ¡No hay como una buena paliza! Bueno, se me hace tarde —dijo por fin—. Nos veremos en Varsovia. Te presentaré a Enriquito. ¡Qué me dices, las doce! Tu amigo no viene todavía. Creo que estará mal  del estómago. Buenas noches.

Me abrazó.

—Buenas noches, Pepe.

—Buenas noches, Alfredo —contesté.

Pero ¿por qué no vuelve Polilla? Sequé el sudor de mi frente. ¿Cómo ocurrió esta conversación con mi primo? Miré por la ventanilla, la lluvia había cesado, la mirada no alcanzaba más que a cincuenta pasos, sólo aquí y allá adivinaba en la espesura nocturna el contorno de los árboles, pero sus formas parecían más oscuras aún que la noche y más indefinidas. Detrás de la oscuridad el parque goteaba con la humedad, atravesado por el espacio de campos sordos, embozado y desconocido. No pudiendo adivinar cómo era lo que miraba, mirando y no viendo nada salvo formas más negras que la noche, retrocedí al fondo del cuarto y cerré el postigo. Era inoportuno todo eso. Inoportunamente pegué al peón. La charla también era inoportuna. Por cierto aquí el abofetear era cual una copita de caña, ¡qué diferente de las democráticas y secas cachetadas urbanas! ¿Qué era; diablos, el hocico del servidor en el viejo caserón de la nobleza? ¿Por qué desgracia tuve que sacar a la superficie con una bofetada la facha del criado y hasta chismeé de ella con el señorito? ¿Dónde estará Polilla?

Volvió alrededor de la una; no entró directamente, sino que primero por la puerta entreabierta echó un vistazo para ver si yo estaba durmiendo; se deslizó como quien vuelve de una juerga nocturna y pronto apagó la lámpara. Se desvestía rápidamente. Observé, cuando se hubo inclinado sobre la lámpara, que su facha había sufrido nuevas y burdas transformaciones: del lado izquierdo estaba hinchada, recordaba una manzanita, pero manzanita en compota, y todolo que estaba haciendo le salía de modo minúsculo cual una papilla. ¡Infernal disminución! De nuevo la vela en mi vida, ¡esta vez en el rostro de un amigo! Le invadió un delirante payaso —así se me definió eso—, le invadió un delirante payaso. ¿Qué fuerza brutal podía conformarlo así?

Contestó a mi pregunta con voz demasiado aguda, chillona. —Estaba en la cocina. Frater… nizaba con el peón. Me dio en la facha.

—¿El criado te dio en la facha? —pregunté, no creyendo a mis oídos.

—Me dio —aseguró con alegría, aunque siempre artificial y algo magra—. Somos hermanos. Por fin logré entenderme con él. —Pero decía eso como un cazador de domingo, como un empleado urbano que se vanagloria de haberse emborrachado en una boda campestre. Triturado por una fuerza aplastante y devastadora… pero su actitud frente a esa fuerza no era leal. Lo presioné con preguntas y entonces confesó de mala gana, ocultando el rostro en las manos.

—Se lo ordené.

—¿Cómo? —la sangre hirvió en mí—. ¿Cómo? ¿Ordenaste que te pegara en la cara? ¡Te tomará por un loco! —me parecía que yo mismo había recibido una bofetada—. ¡Te felicito! Si los tíos se enteran…

—Tú tienes la culpa —repuso lúgubremente—. No había que pegar. Tú empezaste. ¡Te gustó ser señorito! Tuve que dejarme dar por él en la facha porque tú le diste… Sin esto no habría igualdad y yo no podría fra… ter…  Apagó la luz y esbozó con frases entrecortadas la historiade sus gestiones desesperadas. Encontró al peón en la cocina limpiando los zapatos señoriales y se sentó a su lado, pero entonces el muchacho se levantó. De nuevo… de nuevo reanudaba la conversación, trataba de entrar en confianza, hacerlo hablar, lograr la amistad, pero las palabras, todavía en los labios, degeneraban en un idilio sentimental y absurdo. El peón contestaba, como podía, pero era evidente que todo eso comenzaba a aburrirlo y no concebía qué quería de él el señorito chiflado. Polilla se metió por fin en la barata verbosidad de la revolución francesa, explicaba que todos los hombres eran iguales y bajo este pretexto exigía que el peón le diera su mano. Pero éste se negó terminantemente.

“Mi mano no es para el niño.” Entonces engendró la idea loca de que, si lograba obligar al peón a darle en la facha, el hielo se rompería.

—¡Dame en la facha! —suplicó, ya sin tomar nada en cuenta—. ¡En la facha me des! —e, inclinándose, prestaba la cara a las manos del peón. Éste sin embargo rehusaba:

—Y —decía—, ¿y pa’ qué pega al niño?

Polilla suplicaba y suplicaba hasta que por fin gritó: —¡Dame, la gran perra, cuando te lo digo! ¿Qué pasa, la p… digo?

En el mismo momento vio las estrellas y… golpe, mazazo ¡era que el peón le dio en la facha!

—¡Más —gritó—, caracoles! ¡Más! —Golpe, mazazo y estrellas. Abre los ojos y ve que el criado, parado delante de él con sus manos, está listo para cumplir las órdenes. Pero una bofetada ordenada no era una verdadera bofetada (eso era como echar agua en el lavabo o limpiar los zapatos), y un rubor de vergüenza cubrió el rubor originado por el golpe.— Más, más —murmuró el mártir, para que el peón fra… ternizara por fin sobre su rostro. Y de nuevo (golpe, mazazo, estrellas) ¡oh, este golpear la facha en la cocina vacía, entre trapos mojados, sobre una batea con agua caliente!

Por suerte al hijo del pueblo le dieron risa las extravagancias señoriales. Posiblemente llegó a la conclusión de que al señorito le faltaban unos tornillos (y nada hace tan atrevido al vulgo como la chifladura de los señores). Se puso, pues, a burlarse de una manera pueblerina, lo queoriginó la confianza. Pronto el peoncito fraternizó a tal punto que lo palmeaba en las costillas tratando de sacar algunas monedas. —¡Dé, niño, pa’ fumar!

Mas todo eso… no era eso. Todo era antifraterno y enemistoso, burla rústica, mortal burla que alejaba de la fraternización soñada. Aguantaba, sin embargo; prefería ser maltratado por el peón en vez de maltratarlo él con su superioridad de señor. Desde el patio se aproximó la mu-chacha cocinal, María, con un trapo mojado para limpiar el suelo y se puso a maravillarse por la chanza. —¡Oh, Jesús! ¡Oh, qué bochinche!

La casa dormía y podían impunemente dedicarse a jugarretas con aquel señor que les hiciera una visita, mofarse de él con su campestre, pueblerino risotear. El mismo Polilla les ayudaba en eso.. y risoteaba con ellos… Pero, poco a poco, mofándose de Polilla, empezaron a burlarse también de sus propios patrones.

—¡Los señores son así! —decían con zumba pueblerina cocinal y desvanal—. ¡Así son! ¡No hacen nada, sólo tragan y tragan, eso los revienta! Engullen, tragan, duermen panza arriba, van por los cuartos y charlan no se sabe qué boberías. ¡Cuánto comen! ¡Madre de Jesús! Yo ni la mitad comería aunque soy un pobre gañán. El almuezo y el té a la tarde y bombones, y confitura y huevos fritos para el desayuno. Los señores son muy tragones, descansan y cogen enfermedades de eso. ¡Y el señor, que cazaba, sobre el gualdabosque trepó! ¡Sobre el gualdabosque trepó! El gualdabosque Vicente estaba atrás con otra escopeta, el señor tiró al jabalí, el jabalí se echó sobre el señor y el señor tiró la escopeta y sobre Vicente trepó (cállate, María), ¡y sobre Vicente trepó! ¡Por no haber ningún árbol por ahí, sobre Vicente trepó! Después el señor le largó un zloty y le dijo que no dijera nada a nadie porque lo echaría.

—¡Oh, Jesús! ¡Oh, qué me dices! ¡Cállate, porque me duele adentro! —María se sujetó la cintura. —Y la señorita así anda y mira no mal, pasea y pasea.

Los señores así se pasean y miran no más. El niño Alfredo a mí me está mirando, pero ¡qué! no le conviene; una vez me quiso agarrar pero, iqué esperanza! Miraba y miraba sí alguien no miraba hasta que me vino la risa y me largué. Después me dio un zloty y me dijo no soltar nada, porque estaba tomao.

—Ahí, tomao —charló el peón—. Otras muchachas tampoco quieren con él porque mira y mira si alguien mira. Ahora tiene a una, la vieja Josefa del pueblo, la viuda, y con ella se ve en los yuyos cerca del estanque, pero le dijo que a nadie ni a nadie diga nada ¡jutamente!

—¡Ji, ji, ji, ji, cállate, Quique! ¡Los señores son muy dinos! ¡Los señores son muy delicaos!

—Y… delicaos, pero hay que limpiarles la nariz porque solos no pueden nada. Alcánzame, dame, tráeme el sobretó; hay que ponéselo porque no pueden solos. Cuando vine aquí, m’asombraba. Si alguien a mí me cuida’a y me mima’a así, prefiría pa decir verdad caé bajo tierra. Al patrón tengo que untarle con pasta cada día a la noche.

—Y yo amaso a la niña —chilló la muchachona—, a la niña con manos amaso porque muy delica’a.

—¡Los señores son blandos y tienen manitos! ¡Ji, ji, ji, manitos! ¡Oh, Jesús! ¡Pasean, tragan, parlan parle francé y se aburren!

—¡Cállate, Quiquito! No hables basura, la patrona es muy buena.

—Y, buena, porque chupa la sangre del pueblo, ¡claro que tiene que ser huena! Chupan la sangre. Cierto, cada uno trabaja pa’ ellos, el patrón solo por el campo anda y mira cómo trabajan pa’ él. La patrona se asusta de la vaca. ¡La patrona se asusta de la vaca! ¡La patrona se asusta de la vaca! Los señores así no má charlan entre sí. Los señores andan, jí, jí, jí, los señores son muy blandos…

La muchachona chillaba y se asombraba, el peón entonado se iba de la lengua y se maravillaba, cuando entró Francisco…

—¡¿Francisco entró?! —exclamé—. ¿El mayordomo?

—¡Francisco! El demonio lo trajo —chilló Polilla agudamente—. Le habría despertado el risotear de María. A mí, naturalmente, no se atrevió a decirme nada, pero empezó a vociferar al peón y a María, que se callen la boca a esa hora, fuera de aquí, al trabajo, ya es después de medianoche y todavía no han limpiado la cocina. Se largaron en seguida. ¡Infame mayordomo!

—¿Había oído?

—No sé; a lo mejor oyó algo. ¡Qué tipo más odioso! Fámulo con patillas y en cuello duro. Un campesino con patillas, un traidor del pueblo. Traidor y delator. Si ha oído, contará. Y tan bien que charlábamos —se quejó.

—Puede resultar de eso un tremendo escándalo… —dije.

Pero él gruñó chillonamente, furioso: —¡Traidor! Tú también, traidor. Todos vosotros, traidores, traidores, traidores…

Durante mucho tiempo no pude dormirme. Por encima de nuestra pieza, en el altillo, corrían con ruido ratas, ratones, y oía sus chillidos, saltos súbitos, huidas y corridas, los pifiados impactos atroces de esas bestias, tensas por el salvajismo. Las gotas caían del techo. Los perros aullaban automáticamente y el cuarto, herméticamente cerrado, era un cajón de oscuridad. Sobre una cama estaba acostado Polilla y no dormía, sobre la otra yo estaba tendido y no dormía, boca arriba, con las manos bajo la cabeza, con el rostro hacia el techo; ambos despiertos como demostraba nuestra imperceptible respiración. ¿Qué hacía bajo la capa de negrura? Sí, qué hacía él, pues si estaba despierto tenía que hacer algo… y yo también. El que no duerme, actúa, no puede no actuar. Así que actuaba. Y yo actuaba también. ¿En qué pensaba él? ¿En qué soñaba chillada y afiladamente tendido, tenso, cual atrapado por pinzas? Rogaba a Dios que se durmiera, pues entonces se volvería a lo mejor menos silencioso y enmascarado, más evidente; se relajaría un tanto…

¡Noche torturadora! No sabía qué hacer. ¿Huir al amanecer? Estaba convencido de que el viejo servidor Francisco delataría al tío lo del chismorreo y bofetadas con el peón. Y sólo entonces empezaría el baile infernal, disonancia y falsedades, orgía de los demonios, ¡la facha, la facha empezara de nuevo! ¡Y el cucalaito! ¿Para eso había huido de los Juventones? ¡Hemos despertado la bestia! ¡Hemos desenfrenado el atrevimiento del servicio doméstico! ¡Comprendí en aquella noche terrible, en insomnio, sobre la cama, el misterio del caserón campestre y de la nobleza rural, misterio cuyos múltiples y turbios síntomas desde el primer momento originaban, en mí el presentimiento del espanto fachal y de la facha! Aquel misterio era la servidumbre. El vulgo constituía el misterio de los señores. ¿Contra quién el tío bostezaba, contra quién se ponía en la boca una ciruela más, una dulce ciruela? ¡Contra el vulgo, contra su servidumbre! ¿Por qué no levantó la cigarrera del suelo? Para que la servidumbre la levantara. ¿Por qué nos recibió de modo tan distinguido, con qué fin tantas amabilidades y atenciones, tantas maneras y finuras? Para distinguirse de la servidumbre y contra la servidumbre conservar el hábito señorial. Y todo lo que hacían era en cierto modo frente a la servidumbre y respecto a la servidumbre, en relación con el servicio doméstico y también con la peonada.

Además, ¿podría ser de otro modo? Nosotros, en la ciudad, ni siquiera sentíamos que éramos señores —propietarios, todos vestidos igualmente, con igual lenguaje, iguales ademanes, y un sinnúmero de discretos semitonos nos juntaba con el proletariado—; por los escalones del peluquero, frutero y cochero se puede imperceptiblemente bajar hasta el bajo fondo del basurero; pero aquí el señorío se destacaba como un solitario álamo en cueros. No había transición entre el señor y el servidor, pues el administrador vivía en las afueras y el cura en la parroquia. El orgulloso señorío racial del tío crecía directamente del subsuelo plebeyo, de la plebe sacaba sus jugos. El servicio mutuo en la ciudad se realizaba por vía indirecta y en formas discrecionales —cada uno a cada uno un poco—, pero aquí el señor tenía su concreto y personal bruto al que tendía el pie para que le limpiara el zapato… Y el tío, la tía seguramente estaban enterados de cómo se charla de ellos en la cocina, cómo los ven los ojos del vulgo. Sabían, pero no querían saber, sofocaban, aplastaban, rechazaban aquel saber al sótano de la conciencia.

iSer servido por su plebeyo! ¡Ser pensado y comentado por el plebeyo! Refractarse incesantemente en el prisma vulgar del servidor, que tiene entrada libre a los salones, oye tus conversaciones, mira tu persona y tiene acceso, con el café matinal, a tu mesa y a tu lecho; constituir el tema cotidiano de ordinarias, rústicas infrahabladurías cocinales y nunca poder explicarse, nunca entenderse con ellos en pie de igualdad. Por cierto, sólo a través de la servidumbre, del sirviente, de la sirvientita, se puede comprender la médula misma de la nobleza rural. Sin criado no comprenderás al señor. Sin criada no penetrarás en el tono espiritual de las damas rurales, en la entonación de sus altos vuelos; y el señorito de la muchachona campesina se deduce. Oh, comprendía por fin la causa del temor y el encogimiento que observa con sorpresa quien desde la urbe llega a la campiña. ¡El vulgo los atemorizaba! ¡Por la plebe eran determinados! ¡La plebe les tenía en un bolsillo! He aquí la causa verdadera. He aquí el eterno malestar secreto. He aquí la eterna lucha a muerte, preparada con todos los venenos de las luchas subterráneas y ocultas. Mil veces peor que las divergencias puramente económicas, era esa una lucha dictada por lo extraño y por lo exótico, lo extraño del cuerpo y lo exótico del espíritu. Sus almas estaban entre las almas plebeyas en el bosque; los cuerpos, delicados señoriales, estaban en una jungla entre los cuerpos del vulgo.

Las manos tenían asco de las patas plebeyas, los pies señoriales detestaban los del vulgo, las caras odiaban las fachas, los ojos, los ojazos rústicos; los deditos, los dedotes brutos… lo que tanto más olía a infamia cuanto sin cesar eran por ellos tocados, “cuidaos” como decía el peón, mimados y untados con cremas… ¡Tener en su casa, al lado suyo, diferentes, foráneas partes del cuerpo y no tener ningunas otras, pues en muchos kilómetros a la redonda había sólo extremidades vulgares y habla vulgar: haiga, enjaguar, nadie y quizás únicamente el cura y el administrador se asemejaban algo a los dueños! Pero el administrador era un empleado y el cura, en realidad, vestía faldas. ¿Acaso no provenía de ese aislamiento la hospitalidad acaparadora que demostraron al retenernos tanto tiempo después de la cena?

Con nosotros se sentían mejor, ¡Mas Polilla traicionó las caras señoriales con la facha pueblerina del peón! El hecho perverso de que el sirvientito pegara con su mano en la cara de Polilla —quien era, en fin, un huésped de los señores y un señor— tenía que provocar consecuencias también perversas. La secular jerarquía se basaba en la dominación de las partes señoriales y era eso un sistema de tensa y feudal jerarquía, en el cual la mano del señor equivalía a la facha del servidor, y el pie quedaba a la altura de la mitad del cuerpo campesino. Aquella jerarquía era de larga data. Un hábito, un canon y una ley inmemoriales. Era eso una bisagra mística que juntaba las partes plebeyas y señoriales, santificada por el correr de los siglos, y sólo en esa jerarquía podían los señores tener contacto y palparse con la plebe. De aquí provenía la magia del sopapear.

De aquí en Quique el culto casi religioso del abofetear. De aquí la señorial fantasía de Alfredo. Claro está, ya no pegaban (aunque Quique había confesado que de vez en cuando recibía del tío), pero la posibilidad potencial de la bofetada siempre permanecía en ellos, y eso los mantenía en la señoría. Y ahora ¿acaso la pata plebeya no entraba en confianza con la cara del señorito? Y ya la servidumbre levantaba la cabeza. Ya comenzaban los chismes cocinales. Ya el vulgo, desmoralizado e insolentado por la confianza entre partes del cuerpo, empezaba a mofarse de los señores, crecía la crítica plebeya; ¿qué ocurrirá, qué acontecerá cuando los tíos se enteren y cuando la cara señorial tenga que mirar, derecho a la cara, la facha grosera del pueblo? –

(fuente https://docs.google.com/viewer?a=v&pid=sites&srcid=ZGVmYXVsdGRvbWFpbnx2aXNpb255cGVyc3BlY3RpdmF8Z3g6MWUzZTFkNjA3ODkzM2JlYg )

posteado por kalais 22.5.2021 – ch

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