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Isidore Ducasse:  Los Cantos de Maldoror (selección misérrima)

March 29, 2022

…3. En pocas líneas dejaré establecido que Maldoror fue bueno durante los primeros años de su vida en los que conoció la felicidad; ya está dicho. Luego descubrió que había nacido malo: ¡fatalidad extraordinaria! Ocultó su carácter lo mejor que pudo durante muchos años; pero finalmente, a causa de esta contención opuesta a su naturaleza, todos los días le subía la sangre a la cabeza, hasta que no pudiendo soportar más ese género de vida, se lanzó resueltamente por el camino del mal. .. ¡atmósfera grata! ¡Quién lo hubiera dicho!, cuando besaba a un pequeñuelo de cara rosada, sentía deseos de rebanarle las mejillas con una navaja, y muy a menudo lo hubiera hecho si la Justicia, con su largo séquito de castigos, no lo hubiera impedido en cada ocasión. No era mentiroso, confesaba la verdad y declaraba ser cruel. Humanos, ¿lo habéis oído? ¡Se atreve a repetirlo con esta pluma que tiembla! Así, pues, hay un poder más fuerte que la voluntad… ¡Maldición! ¿Querría la piedra sustraerse a las leyes de la gravedad? Imposible. Imposible que el mal se conjugue con el bien. Es lo que decía más arriba.- >

9. Me propongo, sin estar emocionado, declamar con voz potente la estrofa seria y fría que vais a oír. Prestad atención a su contenido y no os dejéis llevar por la impresión penosa que al modo de una contusión ha de producir seguramente en vuestras imaginaciones alteradas. No creáis que yo esté a punto de morir, pues todavía no me he vuelto esquelético ni la vejez está marcada en mi frente. Descartemos, por  tanto, toda idea de comparación con el cisne en el momento en que su existencia lo abandona, y no veáis ante vosotros sino un monstruo cuyo semblante me hace feliz que no podáis contemplar: si bien es menos horrible que su alma. Con todo, no soy un criminal. .. Pero dejemos esto. No hace mucho tiempo que he vuelto a ver el mar y que he puesto los pies sobre los puentes de los barcos, y mis recuerdos son tan vivos como si lo hubiera dejado ayer. Tratad, con todo, de mantener la misma calma que yo en esta lectura que ya estoy arrepentido de ofreceros, y de no enrojecer ante la idea de lo que es el corazón humano. ¡Oh pulpo de mirada de sedal! \ tú, cuya alma es inseparable de la mía, tú, el más bello de los habitantes del globo terráqueo, que mandas sobre un serrallo de cuatrocientas ventosas, tú, en quien residen noblemente como en su morada natural, en perfecto acuerdo y unidas por lazos indestructibles, la dulce virtud comunicativa y las divinas gracias, ¿,por qué razón no estás junto a mí, tu vientre de mercurio contra mi pecho de aluminio, ambos sentados sobre alguna roca de la costa, para contemplar ese espectáculo que idolatro? Viejo océano de ondas de cristal, te pareces, guardadas las proporciones, a esas marcas azuladas que se ven en el dorso magullado de los grumetes, eres una inmensa equimosis que se muestra sobre el cuerpo de la tierra: me encanta esta comparación. Así, al primer golpe de vista, un soplo prolongado de tristeza, que se tomaría por el murmullo de tu brisa suave, pasa, dejando rastros inefables sobre el alma profundamente sacudida,’ y re· cuerdas a la memoria de tus amantes, sin que ellos lo adviertan, los duros comienzos del hombre en los que inicia sus relaciones con el dolor, que no ha de abandonarlo nunca más. ¡Te saludo, viejo océano! Viejo océano, tu forma armoniosamente esférica, que regocija la cara grave de la geometría, me recuerda demasiado los ojillos del hombre, parecidos por su pequeñez a los del jabalí, y a los de las aves nocturnas por la perfección circular del contorno. Sin embargo, en el transcurso de los siglos, el hombre no ha dejado nunca de creerse bello. Pero pienso que más bien cree en su belleza por amor propio, aunque en realidad no es bello y lo sospecha; si no, ¿por qué contempla el rostro de sus semejantes con tanto desprecio? ¡Te saludo, viejo océano! Viejo océano, eres el símbolo de la identidad: siempre igual a ti mismo. No presentas cambios fundamentales, y si tus olas en alguna parte están encrespadas, más lejos, en otra zona, se encuentran en la más completa calma. No eres como el hombre que se detiene en la calle para ver cómo se toman por el cuello dos bull-dogs, pero que no se detiene cuando pasa un entierro; por la mañana está afable y por la tarde malhumorado, que hoy ríe y mañana llora. ¡Te saludo, viejo océano! Viejo océano, no sería del todo imposible que escondieras en tu seno futuros beneficios para el hombre. Ya le has dado la ballena. No dejas adivinar fácilmente a los ojos ávidos de las ciencias naturales los mil secretos de tu íntima estructura: eres modesto. El hombre se jacta continuamente, y sólo de minucias. ¡Te saludo, viejo océano! Viejo océano, las especies diversas de peces que alimentas, no se han jurado fraternidad entre sí. Cada especie vive apartada. Los temperamentos y las conformaciones variables de una a otra, explican, de manera satisfactoria, lo que al comienzo sólo parece una anomalía. Lo mismo pasa con el hombre, que no tiene los mismos motivos de disculpa. Si un trozo de tierra está ocupado por treinta millones de seres humanos, éstos se creen obligados a no mezclarse en la existencia de sus veeinos, que han echado raíces en el trozo de tierra contiguo. Grande o pequeño, cada hombre vive como un salvaje en su guarida, y sale de ella muy poco para visitar a sus congéneres, acurrucados igualmente en otra gua· rida. La gran familia universal de los seres humanos es una utopía digna de la lógica más mediocre. Además, del espectáculo de tus Mantas fecundas se deduce la noción de ingratitud: pues se piensa inmediatamente en la multitud de padres tan ingratos hacia el Creador como para abandonar el fruto de su miserable unión. ¡Te saludo, viejo océano! Viejo océano, tu grandeza material sólo puede medirse con la magnitud que uno ‘le representa de la potencia activa que ha sido necesaria para engendrar la totalidad de tu masa. No se te puede abarcar de una ojeada. Para contemplarte es imprescindible que la vista haga girar su telescopio con movimiento continuo hacia los cuatro puntos del horizonte, del mismo modo que un matemático está obligado, para resolver una ecuación algebraica, a examinar por separado los distintos casos posibles, antes de superar la dificultad. El hombre ingiere sustancias nutritivas y realiza otros esfuerzos dignos de mejor suerte para dar idea de que es corpulento. Que se hinche todo lo que quiera esa rana adorable. Quédate tranquilo, nunca igualará tu volumen; por lo menos ésa es mi opinión. ¡Te saludo, viejo océano! Viejo océano, tus aguas son amargas. Tienen exactamente el mismo gusto que la hiel destilada por la crío tica sobre las bellas artes, sobre las ciencias, sobre todo. Si alguien tiene genio, se le hace pasar por idiota, si algún otro es corporalmente bello, resulta un horrible contrahecho. No hay duda de que el hombre debe sentir intensamente su imperfección, cuyas tres cuartas partes son, por lo demás, obra suya, para criticarla de tal modo. ¡Te saludo, viejo océano! Viejo océano, los hombres, pese a la excelencia de sus métodos, todavía no han logrado, con ayuda de los procedimientos de investigación de la ciencia, medir la profundidad vertiginosa de tus abismos, algunos de los cuales hasta las sondas más largas y pesadas han reconocido inaccesibles. A los peces… les está permitido; no a los hombres. Muchas veces me he preguntado si será más fácil de reconocer la profundidad del océano que la profundidad del corazón humano. A menudo, con la mano apoyada en la frente, de pie sobre los barcos, en tanto que la luna se balanceaba entre los mástiles en forma irregular, me he sorprendido mientras hacía a un lado todo aquello que no era el fin que yo perseguía, esforzándome por resolver ese difícil problema. Sí, ¿cuál es más profundo, más impenetrable de los dos: el océano o el corazón humano? Si treinta años de experiencia de la vida pueden, hasta cierto punto, inclinar la balanza hacia una u otra solución, me estará permitido decir que, pese a lo profundo del océano, no podrá igualarse en lo que respecta a dicha propiedad, con lo profundo del corazón humano. Estuve en contacto con hombres que fueron virtuosos. Morían a los sesenta años y nadie dejaba de exclamar: “Han practicado el bien en este mundo, lo que quiere decir que han sido caritativos: eso es todo; no hay en ello picardía alguna y cualquiera puede hacer otro tanto.” ¿Quién comprenderá por qué dos amantes que se idolatraban la víspera, se separan por una palabra mal interpretada, uno hacia oriente, otro hacia occidente, con los aguijones del odio, de la venganza, del amor y de los remordimientos, y no se vuelven a ver nunca más, embozado cada uno en su altanería solitaria? Es un milagro que, aunque se renueva diariamente, no deja por eso de ser menos peligroso. ¿Quién comprenderá por qué se saborean, no sólo las desgracias generales de los semejantes, sino también las particulares de los amigos más queridos, aunque al mismo tiempo se sufra la aflicción? Un ejemplo irrebatible para cerrar la serie: el hombre dice hipócritamente sí y piensa no. Por esta razón los jabatos de la humanidad confían tanto los unos en los otros, y no son egoístas. Todavía le queda a la psicología mucho camino por andar. ¡Te saludo, viejo océano! Viejo océano, tu poder es extraordinario y los hombres han aprendido a conocerlo a sus expensas. Por más que empleen todos los recursos de su genio, son íncapaces de dominarte. Han encontrado a su maestro. Debo agregar que han encontrado algo más fuerte que ellos. Ese algo tiene un nombre. Ese nombre es: ¡océano! El miedo que les inspiras ha hecho que te respeten. Con todo, haces danzar sus máquinas más pesadas con gracia, elegancia y facilidad. Les haces ejecutar saltos gimnásticos hasta el cielo y admirables zambullidas hasta el fono do de tus dominios que despertarían la envidia de un saltimbanqui. Bienaventurados aquellos que no llegas a envolver definitivamente con tus pliegues burbujeantes, para ir a ver, sin ferrocarril, en tus entrañas acuosas, cómo lo pasan los peces, y sobre todo, cómo lo pasan ellos mismos. El hombre dice: “Yo soy más inteligente que el océano.” Es posible; quizás hasta sea cierto; pero más miedo le tiene el hombre al océano, que el que éste le tiene al hombre: lo cual no necesita demostración. Ese pa· triarca observador, contemporáneo de las primeras épocas de nuestro globo suspendido, sonríe compasivo cuando asiste a los combates navales de las naciones. Ahí tenéis un centenar de leviatanes salidos de las manos de la humanidad. Las órdenes enfáticas de los superiores, los gri. tos de los heridos, el estruendo de los cañones, constituyen una barahúnda apropiada para aniquilar a unos pocos segundos. Pareciera que el drama ha concluido, y que el océano lo ha tragado todo en su vientre. Las fauces son formidables. ¡Qué inmenso debe de ser hacia abajo en la dirección de lo desconocido! Como remate de la estúpida comedia, que ni siquiera despierta interés, se ve en medio de los aires alguna cigüeña retrasada por la fatiga, que se pone a gritar sin disminuir el empuje de su vuelo: “¡Vaya!. .. ¡no me gusta nada! Había allá abajo unos puntos negros; cerré los ojos y ya no están más:” ¡Te saludo, viejo océano! Viejo océano, oh gran célibe; cuando recorres la solemne soledad de tus reino’! flemáticos, te enorgullece! con justicia de tu magnificencia natural y de la merecida alabanza que me apresuro a dedicarte. Voluptuosamente mecida por los tiernos efluvios de tu lentitud majestuosa -atributo, el más grandioso entre aquellos con que el soberano te ha favorecido–; tú haces rodar, en medio de un sombrío misterio, por toda tu superficie sublime, las olas incomparables, con el sentimiento sereno de tu eterno poder. Ellas desfilan paralelamente, separadas por cortos intervalos. Apenas una disminuye, otra que crece va a su encuentro, acompañada del rumor melancólico de la espuma que se deshace para advertirnos que todo es sólo espuma. (Así los seres humanos, esas olas vivientes, perecen uno tras otro, de un modo monótono, sin producir siquiera un rumor espumoso.) El ave de paso reposa sobre ellas confiada, dejándose llevar por sus movimientos llenos de gracia arrogante, hasta que el aro mazón de sus alas haya recobrado el vigor normal para continuar su aérea peregrinación. Quisiera que la majestad humana fuera por lo menos la encarnación del reflejo de la tuya. Pido demasiado, y este deseo sincero te glorifica. Tu grandeza moral, imagen del infinito, es inmensa como la reflexión del filósofo, como el amor de la mujer, como la belleza divina del ave, como la meditación del poeta. Eres más bello que la noche. Contéstame, océano: ¿quieres ser mi hermano? Muévete impetuosamente… más… todavía más, si aspiras a que te compare con la venganza de Dios; alarga tus garras lívidas fraguándote un camino en tu propio seno … está bien. Haz rodar tus olas espantosas, océan- horrible eru.; sólo yo comprendo, y ante el cual caigo prosternado. La majestad del hombre es prestada; no se me impone; tú, sí.

Oh, cuando avanzas con la cresta alta y terrible, rodeado por tus repliegues tortuosos como por un séquito, magnético y salvaje, haciendo rodar tus ondas unas sobre otras, con la conciencia de lo que eres, en tanto que lanzas desde las profundidades de tu pecho, como abrumado por un intenso remordimiento que no puedo descubrir, ese sordo bramido perpetuo que tanto atemoriza a los hombres, hasta cuando te contemplan trémulos desde la se· guridad de la costa; entonces comprendo que no poseo el insigne derecho de proclamarme tu igual, Por eso, frente a tu superioridad, te entregaría todo mi amor (y nadie conoce la cantidad de amor contenida en mis aspiraciones hacia lo bello) si no me recordaras dolorosamente a mis semejantes, que forman contigo el más irónico contraste, la antítesis más grotesca que jamás se haya visto en la creación: no puedo amarte, te aborrezco. ¿Por qué entonces vuelvo a ti, por milésima vez, hacia tus manos amigas que se disponen a acariciar mi frente ardorosa, cuya fiebre desaparece a tu contacto? No conozco tu destino secreto, todo lo que te concierne me interesa. Dime, entonces, si eres la morada del príncipe de las tinieblas. Dímelo… dímelo, océano (solamente a mí para no entristecer a aquellos que hasta ahora sólo han conocido ilusiones), y si el soplo de Satán crea las tempestades que levantan tus aguas saladas hasta las nubes. Es preciso que me lo digas porque me alegraría saber que el infinito está tan cerca del hombre. Quiero que ésta sea la última estrofa de mi invocación. Por lo tanto, quiero saludarte una vez más y presentarte mi adiós. Viejo océano de ondas de cristal. .. abundantes lágrimas humedecen mis ojos, y me faltan fuerzas para proseguir, pues siento que ha llegado el momento de retornar con los hombres de aspecto brutal; pero… ¡ánimo! Hagamos un gran esfuerzo y cumplamos, con el sentimiento del deber, nuestro destino sobre esta tierra. ¡Te saludo, viejo océano!

14. Si algunas veces resulta lógico atenerse a la apariencia de los fenómenos, este primer canto termina aquí. No seáis severos con aquel que hasta ahora sólo ha estado probando su lira: ¡de ella se desprenden tan extraños sonidos! Sin embargo, si queréis ser impar. eiales, tendréis que admitir un fuerte sello personal en medio de sus imperfecciones. En lo que a mí respecta, voy a ponerme a trabajar de nuevo para dar a luz un segundo canto, a un lapso que no se dilate demasiado. El final del siglo XIX tendrá su poeta (sin embargo, al principio no debe iniciarse con una obra maestra, sino obedecer a la ley natural); nació en las costas americanas, en la desembocadura del Plata, allí donde dos pueblos, otrora rivales, se esfuerzan actualmente por superarse mediante el progreso material y moral. Buenos Aires, la reina del sur, y Montevideo, la coqueta, se tienden una mano amiga a través de las aguas plateadas del gran estuario. Pero la guerra eterna ha instalado su imperio destructor sobre los campos y cosecha con alegría numerosas víctimas. Adiós, anciano, y piensa en mí si me has leído. Tú, muchacho, no desesperes; pues tienes un amigo en el vampiro, aunque no lo creas. Y contando el acarus sarcopte  productor de la sarna, tendrás dos amigos.->

… 5. Al realizar mi paseo cotidiano, todos los días pasaba por una calle estrecha; todos los días una esbelta chiquilla de diez años me seguía respetuosamente a cierta distancia, a lo largo de esa calle, mirándome con ojos simpáticos y curiosos. Estaba desarrollada para su edad, y tenía el talle esbelto. Abundantes cabellos negros, partidos en dos sobre la cabeza, caían en trenzas independientes sobre sus hombros marmóreos. Un día que me seguía como de costumbre, los brazos musculosos de una mujer del pueblo la apresaron por los cabellos así como  el torbellino apresa a la hoja, administraron dos brutales bofetadas a unas mejillas altivas y mudas, y condujeron a su casa a aquella conciencia extraviada. Por más que yo fingiera indiferencia, ella nunca dejaba de acosarme con su presencia importuna. Cuando a buen paso tomaba yo por otra calle para continuar mi camino, se detenía, haciendo un violento esfuerzo sobre sí misma, al final de aquella calle estrecha, inmóvil como la estatua del silencio, y no cesaba de mirar adelante hasta que yo desaparecía. Cierta vez, la muchacha me precedió en la calle y acompasó su andar al mío. Si yo apresuraba la marcha para pasarla, ella casi echaba a correr para conservar la distancia; pero si yo aminoraba la marcha para crear un mayor intervalo entre ambos, ella también la aminoraba, poniendo al hacerlo toda la seducción de la infancia. Cuando hubo llegado al final de la calle, se volvió lentamente de manera de obstruirme el paso. No tuve tiempo de esquivarla, y me encontré frente a su rostro. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos. No era difícil ver que quería hablarme, pero no sabía cómo hacerlo. Poniéndose de pronto pálida como un cadáver, me preguntó: “¿ tendría la bondad de decirme qué hora es?” Le dije que no llevaba reloj, y me alejé rápidamente. Desde ese día, niña de imaginación inquieta y precoz, no has vuelto a ver en la calle estrecha al joven misterioso que vagaba arrastrando penosamente, por el pavimento de encrucijadas tortuosas, sus pesadas sandalias. La aparición de este cometa ardiente no brillará más como un triste motivo de curiosidad fanática sobre la fachada de tu vigilancia desilusionada; y pensarás a menudo, demasiado a menudo, y quizá siempre, en aquel que no parecía preocuparse por los males y los bienes de la vida presente, y deambulaba al acaso, la cara horriblemente muerta, los cabellos desgreñados, el andar vacilante, y agitando los brazos ciegamente en las aguas irónicas del éter como para buscar allí la sanguinolenta presa de la esperanza, que hace rebotar continuamente, a través de las inmensas regiones del espacio, el quitanieves implacable de la fatalidad. No me verás más ni yo te veré más… ¿Quién sabe? Quizás esa niña no fuera lo que parecía. Bajo un exterior ingenuo, es probable que ocultara una inmensa astucia, el peso de dieciocho años, y el encanto del vicio. Se ha visto a mercenarias del amor expatriarse alegres de las Islas Británicas, y atravesar el estrecho. Hacían resplandecer sus alas girando en dorados enjambres a la luz parisiense; y al advertirlas, uno decía: “Pero si todavía son niñas; no tienen más de diez o doce años.” En realidad tenían veinte. ¡Oh, si esto fuera cierto, malditos sean los meandros de esta calle oscura! ¡Horrible! ¡Horrible lo que allí pasa! Probablemente su madre la castigó porque no era bastante hábil en su oficio. También es posible que fuera realmente una niña, y entonces su madre resultaría aún más culpable. No quiero creer en esta posibilidad que es sólo una hipótesis, y prefiero amar en ese personaje novelesco a un alma que se revela precozmente… ¡Ah!, lo ves, chiquilla, te encarezco que no vuelvas a presentarte ante mis ojos, si acaso pasara alguna vez por la calle estrecha. [Podría costarme caro! Ya la sangre y el odio me suben a la cabeza en oleadas bullentes. ¿Que sea yo tan generoso como para amar a mis semejantes? ¡No, no! Lo he resuelto desde el día de mi nacimiento. Ellos no me aman. Se verá la destrucción de los mundos y al granito deslizarse como un cormorán sobre la superficie de los mares antes de que yo estreche la mano infame de un ser humano. ¡Fuera… fuera esa mano!… Chiquilla, no eres un ángel, y al cabo llegarás a ser como las otras ‘mujeres. No, no, te lo suplico; no vuelvas a presentarte ante mis cejas fruncidas y sombrías. En un momento de extravío, podría tomarte los brazos, retorcerlos como ropa lavada de la que se exprime el agua, o quebrarlos ruidosamente como dos ramas secas para hacértelos comer luego, obligándote por la fuerza. Yo podría, tomando tu cabeza entre mis manos con aire dulce y acariciador, hundir mis dedos ávidos en los lóbulos de tu cerebro inocente, con el propósito de extraer de allí, con la sonrisa en los labios, una grasa eficaz para lavar mis ojos, lastimados por el insomnio eterno de la vida. Yo podría, cosiendo tus párpados con una aguja, privarte del espectáculo del universo, poniéndote en la imposibilidad de encontrar tu camino; no sería yo quien te serviría de guía. Yo podría, levantando tu cuerpo virginal con brazo férreo, asirte por las piernas y hacerte girar a mi alrededor como una honda, para concentrar mis fuerzas al describir la última circunferencia y arrojarte contra el muro. ¡Cada gota de sangre salpicará un pecho humano, para espantar a los hombres y enfrentarlos con el ejemplo de mi maldad! Se arrancarán sin tregua jirones y jirones de carne, pero la gota de sangre permanecerá imborrable en el mismo sitio, y brillará como un diamante. Quédate tranquila, daré orden a una media docena de sirvientes de guardar los restos venerados de tu cuerpo, y de preservarlos del hambre de los perros voraces. Indudablemente el cuerpo ha permanecido pegado al muro como una pera madura, razón por la cual no ha caído al suelo; pero los perros saben ejecutar saltos elevados, si no se toman precauciones.->

6 – ¡Qué niño encantador está sentado en un banco del jardín de las Tullerías! Un hombre movido por un oculto designio, va a sentarse a su lado en el mismo banco, con actitudes equívocas. ¿Quién es? No necesito decíroslo, pues lo reconoceréis por su conversación tortuosa. Escuchemos sin molestarlos: -¿En qué pensabas, niño? -Pensaba en el cielo. -No es necesario que pienses en el cielo; nos sobra con pensar en la tierra. ¿Estás cansado de vivir, tú, que apenas acabas de nacer? -No, pero todo el mundo prefiere el cielo a la tierra. -Oye bien, yo no. Pues como el cielo ha sido hecho por Dios, lo mismo que la tierra, ten por seguro que encontrarás los mismos males que acá abajo. Después de la muerte no obtendrás una recompensa de acuerdo con tus méritos, pues si cometen injusticias contigo en este mundo (como lo comprobarás por experiencia más tarde), no hay razón para que en la otra vida ya no las cometan más. Lo mejor que puedes hacer es no pensar en Dios, y hacerte justicia por ti mismo, ya que te la rehúsan. Si uno de tus camaradas te ofendiera, ¿acaso no te haría feliz matarlo? -Pero está prohibido. -No está tan prohibido como crees. Se trata simplemente de no dejarse atrapar. La justicia que suministran las leyes no vale nada; es la jurisprudencia del ofendido la que cuenta. Si detestaras a uno de tus camaradas, ¿. no serías desdichado al saber que en todo instante lo tienes en la mente? -Es cierto. -Tenemos, pues, uno de tus camaradas que te hará desdichado toda la vida; porque al comprender que tu odio es sólo pasivo, no dejará de burlarse de ti, y de hacerte daño impunemente. No hay más que un medio de poner fin a la situación: desembarazarte del enemigo. He ahí donde quería llegar para hacerte comprender sobre qué bases está fundada la sociedad actual. Cada uno debe hacerse justicia por sí mismo, salvo que sea un imbécil. Obtiene la victoria sobre sus semejantes sólo el más astuto y el más fuerte. ¿Acaso no querrás algún día dominar a tus semejantes? -Sí, sí. -Sé entonces el más fuerte y el más astuto. Todavía eres demasiado joven para ser el más fuerte; pero desde hoy puedes emplear la astucia, el más precioso instrumento de los hombres de genio. Cuando el pastor David alcanzó en la frente al gigante Goliath con una piedra lanzada con su honda, ¿no resulta admirable comprobar que solamente por la astucia David venció a su rival, y que, por el contrario, si hubiesen luchado a brazo partido, el gigante lo habría aplastado como a una mosca? Lo mismo pasa contigo. En lucha abierta, no podrás jamás vencer a los hombres, sobre quienes ansías extender el imperio de tu voluntad; pero con la astucia, tú podrás luchar solo contra todos. ¿Deseas riquezas, hermosos palacios y gloria?, ¿o me engañaste cuando afirmabas tan nobles pretensiones? -No, no, no os engañaba. Pero quisiera adquirir lo que deseo por otros medios. -Entonces no lograrás nada. Los medios virtuosos y bonachones no conducen a nada. Es preciso poner en acción palancas más enérgicas y maquinaciones más inteligentes. Antes de que llegues a ser célebre por tu virtud y que alcances la meta, centenas de otros tendrán tiempo de realizar cabriolas por encima de tu lomo, y llegar al final de la carrera antes que tú, de modo que ya no habrá allí lugar para tus ideas limitadas. Hay que saber abarcar con más grandeza el horizonte del tiempo presente. ¿No has oído hablar nunca, por ejemplo, de la gloria inmensa que aportan las victorias? Y, sin embargo, las victorias no se producen solas. Es necesario derramar sangre, mucha sangre, para engendrarlas y depositarlas a los pies de los conquistadores. Sin los cadáveres y miembros esparcidos que se observan en la llanura donde se ha realizado la juiciosa carnicería, no habría guerra, y sin guerra no habría victoria. Así, ves, que cuando se pretende alcanzar la celebridad, es imprescindible sumergirse con elegancia en ríos de sangre alimentados por la carne de cañón. El fin justifica los medios, La primera condición para llegar él ser célebre es tener dinero. Ahora bien, como no lo tienes, tendrías que asesinar para adquirirlo, pero como no eres bastante fuerte para manejar el puñal, hazte ladrón, en espera de que tus miembros se desarrollen. Y para que se desarrollen más rápido, te recomiendo hacer gimnasia dos veces por día, una hora por la mañana y una hora por la noche. De esta manera tú podrás intentar el crimen, con ciertas probabilidades, desde la edad de quince años, en lugar de esperar hasta los veinte. El amor por la gloria todo lo justifica, y quizás más tarde, dueño y señor de tus semejantes, les puedas hacer casi tanto bien como malles has hecho en un comienzo… Maldoror nota que la sangre hierve en la cabeza de su joven interlocutor; tiene las ventanas de la nariz hinchadas, y de sus labios brota una leve espuma blanca. Le palpa el pulso: las pulsaciones están aceleradas. La fiebre domina su cuerpo frágil. Teme las consecuencias de sus palabras; el infeliz se aparta contrariado por no haber podido conversar más tiempo con ese niño. Si en la edad madura es tan difícil dominar las pasiones, oscilando entre el bien y el mal, ¿. qué no ha de suceder en un espíritu todavía colmado de inexperiencia?, Y ¿. qué cantidad proporcionalmente mayor de energía no ha de necesitar? Tres días de cama bastarán para que el niño se ponga bien. ¡Quiera el cielo que el contacto materno lleve la paz a esa flor sensible, frágil envoltura de un alma encantadora! ->

7. Allí, en un bosquecillo rodeado de flores, sumido en profundo sopor, duerme el hermafrodita sobre el césped, y empapado en llanto. La luna acaba de desprender su disco de la masa de nubes. y acaricia con sus pálidos rayos ese suave rostro de adolescente. Sus rasgos denotan la energía más viril a la par que el encanto de una virgen celestial. Nada parece natural en él, ni siquiera los músculos de su cuerpo, que se abren paso a paso a través de los armoniosos contornos de formas femeninas. Tiene una mano sobre la frente y la otra apoyada contra el pecho como para retener los latidos de un corazón cerrado a todas las confidencias y abrumado por la pesada carga de un secreto eterno. Cansado de la vida y avergonzado de andar entre seres que no se le parecen, la desesperación domina su alma y se aleja solo como el mendigo del valle. ¿Cómo se procura los medios de suhsistir? Almas compasivas velan de cerca por él, sin que sospeche esa vigilancia, y no lo abandonan: ¡es tan bueno! ¡tan resignado! Con gusto habla a veces con aquellos que tienen temperamento sensible, pero sin estrecharles la mano y manteniéndose a distancia, temeroso de un peligro imaginario. Si le preguntan por qué ha elegido la soledad por compañera, eleva los ojos al cielo, reteniendo con esfuerzo una lágrima de reproche a la Providencia, pero no responde a esa pregunta imprudente que hace extender por la nieve de sus párpados el rubor de la rosa matutina. Si la conversación se prolonga, comienza a inquietarse, vuelve los ojos hacia los cuatro puntos cardinales, como tratando de eludir la presencia de un enemigo invisible que se aproxima, hace con la mano una brusca seña de adiós, se aleja en alas de su pudor siempre vigilante, y desaparece en el bosque. Generalmente lo toman por loco. Cierta vez, cuatro hombres enmascarados que habían recibido órdenes, se arrojaron sobre él y lo sujetaron sólidamente de modo que no pudiera mover sino las piernas. El látigo dejó caer sus rudas tiras sobre su espalda, y le dijeron que tomara sin dilación el camino que lleva a Bicétre, Al recibir los golpes comenzó a sonreír y a hablar con tanto sentimiento e inteligencia sobre las muchas ciencias humanas que había estudiado, demostrando conocimientos excepcionales en alguien que todavía no había franqueado el umbral de la juventud, y sobre los destinos de la humanidad, revelando allí por entero la nobleza poética de su alma, que los guardianes, mortalmente espantados por la acción que acababan de cometer, soltaron sus miembros heridos y se arrastraron a sus plantas rogándole un perdón que les otorgó, para finalmente alejarse con los testimonios de una veneración que no se concede habitualmente a los hombres. Después de este acontecimiento que fue muy comentado, todos adivinaron su secreto, aunque aparentaban ignorarlo para no aumentar sus sufrimientos; y el gobierno le otorgó una pensión honorable para hacerle olvidar que por un momento se lo quiso internar por la fuerza, sin previa verificación, en un hospicio de alienados. En cuanto a él, sólo emplea la mitad de su dinero, el resto lo distribuye entre los pobres. Cuando ve a un hombre y una mujer paseando por alguna avenida de plátanos, siente que su cuerpo se hiende en dos de abajo arriba, y cada una de las nuevas porciones va a abrazar a uno de los paseantes; pero es sólo una alucinación, y pronto la razón recobra su dominio. Éste es el motivo por el cual no se hace presente ni entre los hombres ni entre las mujeres, pues su pudor exagerado, que ha nacido con la idea de que es tan sólo un monstruo, le impide otorgar su simpatía abrasadora a quienquiera que sea. Le parecería que se profana y que profana a los otros. Su orgullo le repite este axioma: “Que cada cual persevere en su naturaleza.” Su orgullo, dije, porque teme que uniendo su vida a un hombre o a una mujer, le reprochen tarde o temprano, como una falta enorme, la conformación de su organismo. Entonces se retrae en su amor propio, agraviado por esta suposición impía que nadie sino él mismo ha hecho nacer, perseverando en medio de tormentos, en una soledad sin consuelo. Allí, en un bosquecillo rodeado de flores, sumido en profundo sopor, duerme el hermafrodita sobre el césped, empapado en llanto. Los pájaros despiertos contemplan hechizados esa figura melancólica, a través de las ramas de los árboles, y el ruiseñor no quiere hacer oír sus cava tinas de cristal. El bosque se ha vuelto solemne como un sepulcro debido a la presencia nocturna del infortunado hermafrodita. ¡Oh, viajero extraviado!, por tu espíritu aventurero que te ha hecho dejar a tu padre y a tu madre desde la más tierna edad; por los sufrimientos que te ha provocado la sed en el desierto; por tu patria que acaso buscas después de haber errado proscripto durante mucho tiempo por comarcas extranjeras; por tu corcel y su fidelidad amiga que ha soportado contigo el exilio y la intemperie de los climas que te obligaba a recorrer tu humor vagabundo; por la dignidad que dan al hombre los viajes por tierras lejanas y mares inexplorables, en medio de los témpanos polares o bajo los efectos de un sol tórrido, no toques con tu mano, como si fuera el estremecimiento de la brisa, los bucles de esa cabellera esparcidos por el suelo y mezclados con la hierba. Sería mejor que te apartaras unos lJasos. Esa cabellera es sagrada; el hermafrodita mismo lo ha querido así. No acepta que labios humanos besen con fervor religioso sus cabellos perfumados por los soplos de la montaña, ni tampoco su frente que en este momento resplandece como las estrellas del firmamento. Pero más vale creer que se trata de una verdadera estrella, que ha descendido de su órbita atravesando el espacio para posarse en esa frente majestuosa a la que circunda con su luminosidad de diamante como una aureola. La noche que aparta con la mano su tristeza se reviste de todos sus encantos para festejar el sueño de esa encarnación del pudor, de esa imagen perfecta de la inocencia de los ángeles: el zumbido de los insectos se va apagando. Las ramas inclinan sobre él sus elevados penachos, a fin de protegerlo del rocío, y la brisa, haciendo sonar las cuerdas de su arpa melodiosa, envía sus gozosos acordes a través del silencio universal hasta sus párpados cerrados que creen asistir inmóviles al armónico concierto de los mundos suspendidos. Sueña que es feliz, que su naturaleza corporal se ha modificado, o que, por lo menos, vuela sobre una nube purpúrea hacia otra esfera habitada por seres de su misma naturaleza. ¡Ay! ¡Ojalá su ilusión se prolongue hasta el despertar de la aurora! Sueña que las flores danzan en ronda a su alrededor como inmensas guirnaldas enloquecidas, impregnándolo con sus delicados perfumes, mientras él canta un himno de amor entre los brazos de un ser humano de mágica belleza. Pero sus brazos no estrechan más que el verbo del crepúsculo, y cuando despierte, sus brazos no estrecharán nada. No te despiertes, hermafrodita; te ruego que todavía no te despiertes. ¿Por qué no me haces caso? Duerme… duerme siempre. Sólo te concedo que tu pecho se dilate al perseguir la esperanza quimérica de la felicidad; pero no abras los ojos. ¡Ah, no abras los ojos! Quiero dejarte así, para no ser testigo de tu despertar. Acaso un día, con el auxilio de un libro voluminoso, en páginas conmovedoras, relate yo tu historia, espantado de lo que ella contiene y de las enseñanzas que se desprenden. Hasta ahora no he podido hacerlo, pues, cada vez que lo intenté, lágrimas abundantes se derramaban sobre el papel mientras mis dedos temblaban, y no era de vejez. Pero quiero tener ese valor al fin. Me indigna no poseer más nervios que una mujer, y desmayarme como una doncella cada vez que medito en tu gran infortunio. Duerme… duerme  siempre; pero no abras los ojos. ¡Adiós, hermafrodita! Día tras día no olvidaré de rogar al cielo por ti (si fuese por mí, no le rogaría). jQue la paz sea en tu seno! ->

9. Hay un insecto que los hombres alimentan a su costa. No le deben nada, pero le temen. El tal, que no gusta del vino, y en cambio prefiere la sangre, si no se satisfacen sus legítimas necesidades, sería capaz, mero 76 ced a un oculto poder, de adquirir el tamaño de un elefante y aplastar a los hombres como espigas. Por esa razón hay que ver cómo se le respeta, cómo se le tiene en la más alta estima por sobre todos los animales de la creación. Se le otorga la cabeza como trono, y él fija sus garras en la raíz de los cabellos, con dignidad. Más adelante, cuando está gordo y entra en una edad avanzada, imitando la costumbre de un antiguo pueblo, se le sacrifica a fin de que no sufra los achaques de la vejez. Le organizan grandiosos funerales, como a un héroe, y el féretro que lo conduce directamente hacia la losa del sepulcro es cargado sobre los hombros de los principales ciudadanos. Junto a la tierra húmeda que el sepulturero extrae con su diestra pala, se combinan frases multicolores sobre la inmortalidad del alma, sobre la futilidad de la vida, sobre la voluntad inexplicable de la pro. videncia, y el mármol se cierra para siempre sobre esa existencia, laboriosamente cumplida, que ya no es más que un cadáver. La muchedumbre se dispersa, y la noche no tarda en cubrir con sus sombras los muros del cementerio. Pero consolaos, humanos, de su dolorosa pérdida. He aquí que avanza su incontable familia, que os cede con toda liberalidad para que vuestra desesperación sea menos amarga y encuentre alivio en la grata presencia de esos engendros huraños, que se convertirán más tarde en magníficos piojos, con las galas de una notable belleza, monstruos con aire de sabios. Incubó muchas docenas de queridos huevos, con maternal dedicación, sobre vuestros cabellos desecados por la succión encarnizada de esos temibles forasteros. Pronto llega el momento en que los huevos estallan. No os preocupéis, esos adolescentes filésofos no tardan en desarrollarse a través de esta vida efímera. Se desarrollarán hasta un modo que no podréis ignorar gracias a sus garras y órganos chupadores. Vosotros no sabéis por qué razón no devoran vuestro cráneo, conformándose con extraer mediante sus bombas, la quintaesencia de vuestra sangre. Un momento de paciencia que os lo voy a explicar: no lo hacen, simplemente, porque carecen de la fuerza suficiente. Tened por seguro que si sus mandíbulas respondieran a la magnitud de sus ansias infinitas, los sesos, la retina, la columna vertebral, todo vuestro cuerpo desaparecería. Como una gota de agua. Sobre la cabeza de algún mendigo joven de la calle observad con un microscopio a un piojo que trabaja: ya me contaréis después. Desgraciadamente son pequeños, esos bandoleros de enorme melena. No servirían para conscriptos, pues no alcanzan la talla exigida por la ley. Pertenecen al mundo liliputiense de los patizambos, y los ciegos no vacilan en clasificarlos entre los infinitamente pequeños. Desgraciado el cachalote que luchara contra un piojo. Sería devorado en un abrir y cerrar de ojos, a pesar de su talla. Ni siquiera la cola quedaría para anunciar la nueva. El elefante se deja acariciar, el piojo no. No os aconsejo intentar esa experiencia peligrosa. Especial cuidado debéis tener si vuestra mano es peluda, y también si sólo está compuesta de carne y huesos. Vuestros dedos no tendrán remedio. Crujirán como si estuvieran sometidos a la tortura. La piel desaparece por un extraño encantamiento. Los piojos nunca pueden llegar a cometer tanto mal como el que les sugiere su imaginación. Si encontráis un piojo en vuestro camino, seguid adelante sin lamerle las papilas de la lengua. Os ocurriría alguna desgracia. Eso está probado. No importa, estoy de todos modos contento por la magnitud del mal que te hace, ¡oh raza humana!, aunque me gustaría que todavía te hiciera más. ¿Hasta cuándo mantendrás el culto carcomido de ese dios, insensible a tus plegarias y a las ofrendas generosas que le presentas en holocausto expiatorio? Ya lo ves, el horrible manitú no te agradece las grandes copas de sangre y de eso que tú distribuyes en sus altares, piadosamente adornados con guirnaldas de flores. No te agradece… pues los terremotos y las tempestades continúan haciendo estragos desde el comienzo de las cosas. y sin embargo -hecho digno de ser observado- mientras más indiferente se muestra, más lo admiras. Se ve que tú sospechas la existencia de cualidades que él conserva ocultas; y tu razonamiento se apoya en la siguiente consideración: que sólo una divinidad de poder superior puede mostrar tanto menosprecio hacia los fieles que obedecen a su religión. Por eso, en cada país existen dioses distintos: aquí el cocodrilo, allá la mercenaria del amor; pero cuando se trata del piojo, al conjuro de ese nombre sagrado, todos los pueblos sin excepción inclinan las cadenas de su esclavitud, arrodillándose juntos en el atrio augusto ante el pedestal del ídolo informe y sanguinario. El pueblo que no obedeciera a sus propios instintos rastreros y diera señales de rebelión, desaparecería tarde o temprano de la tierra, como hoja de otoño, aniquilado por la venganza del dios inexorable. ¡Oh piojo de pupila contraída!, en tanto que los ríos derramen el declive de sus aguas en los abismos del mar, en tanto que los astros persistan en la trayectoria de sus órbitas, en tanto que el mundo vacío no tenga límites, en tanto que la humanidad desgarre sus propios flancos en guerras funestas, en tanto que la justicia divina arroje sus rayos vengadores sobre este globo egoísta, en tanto que el hombre desconozca a su creador y se burle de él -no sin razón- agregando una pizca de desprecio, tu reino estará asegurado sobre el universo, y tu dinastía extenderá sus eslabones de siglo en siglo. Yo te saludo, sol naciente, libertador celestial, a ti, enemigo recóndito del hombre; continúa aconsejando a la inmundicia que se una con él en impuros abrazos, y que le prometa con juramentos no escritos en el polvo, que seguirá siendo su fiel amante por toda la eternidad. Besa de vez en cuando el vestido de esa gran impúdica, como gratitud por los serVICIOS importantes que nunca deja de prestarte. Si ella no sedujera al hombre con sus pechos lascivos, probablemente no existirías, tú, producto de ese acoplamiento justo y consecuente. ¡Oh hijo de la inmundicia!, di a tu madre que si abandona el lecho del hombre para encaminarse por rutas solitarias, sola y sin protección, llegará a ver su existencia comprometida. Que sus entrañas, que te llevaron nueve meses entre sus perfumadas paredes, se conmuevan un instante con los peligros que de resultas correría su tierno fruto tan gentil y tranquilo, pero en adelante helado y feroz. Inmundicia, reina de los imperios, cuida, en presencia de mi odio, el espectáculo del crecimiento insensible de los músculos de tu prole hambrienta. Para lograr ese propósito, sabes que no tienes más que ceñirte estrechamente al costado del hombre. Tú puedes hacerlo sin que el pudor se resienta, porque ambos estáis desposados desde hace mucho tiempo. Por mi parte, si se me permite agregar algunas palabras a este himno de glorificación, diré que he hecho construir un foso de cuarenta leguas cuadradas y de profundidad proporcionada. Allí reposa, en su inmunda virginidad, un yacimiento viviente de piojos, que cubre el fondo del foso, y luego serpentea en amplias y densas vetas en todas direcciones. He aquí cómo he construido este yacimiento artificial. Saqué un piojo hembra de la cabellera de III humanidad. Me han visto acostarme con ella por tres noches consecutivas, y luego la eché en el foso. La fecundación humana, que hubiera sido nula en casos parecidos, fue aceptada esta vez por la fatalidad, y, al cabo de algunos días, millares de monstruos, bullendo en una maraña compacta de materia, surgieron a la luz. Esa maraña horrorosa se volvió con el tiempo más y más enorme, adquiriendo las propiedades líquidas del mercurio y ramificándose en cuantiosos ramales que en la actualidad se nutren devorándose unos a otros (los nacimientos superan a las muertes), salvo que yo les arroje como alimento algún bastardo recién nacido cuya madre desea su muerte, o un brazo que logro cortar a alguna muchacha, de noche, merced al cloroformo. Cada quince años, las generaciones de piojos que se alimentan del hombre disminuyen notablemente, y ellas mismas predicen, indefectiblemente, la época cercana de su completa extinción. Pues el hombre, más inteligente que su enemigo, logra vencerlo. Entonces, con una pala infernal que acrecienta mis fuerzas, extraigo de este yacimiento inagotable, bloques de piojos tan grandes como montañas; los corto a hachazos y los transporto, en las noches profundas, a las arterias de las ciudades. Allí, en contacto con la temperatura humana se derriten como en los tiempos de su primitiva formación en las galerías tortuosas del yacimiento subterráneo, se labran un lecho en la grava, y se expanden en arroyos por las habitaciones, como espíritus perniciosos. El guardián de la casa ladra sordamente, pues le parece que una legión de seres desconocidos penetra por los poros de las paredes y acarrea el terror a la cabecera del sueño. Quizá no hayáis dejado de oír, por lo menos una vez en la vida, esas clases de ladridos dolorosos y prolongados. Con sus ojos impotentes trata de penetrar en la oscuridad de la noche, pues su cerebro de perro no comprende lo que sucede. Ese murmullo lo irrita, y se siente traicionado. Millones de enemigos se abaten así sobre cada ciudad como nubes de langostas. Helos ahí por quince años. Combatirán al hombre provocándole lesiones abrasadoras. Después de transcurrido ese lapso, enviaré una nueva cantidad. Cuando trituro los bloques de materia animada, puede suceder que un fragmento sea más compacto que otros. Sus átomos se esfuerzan rabiosamente por separar su aglomeración para ir a atormentar a la humanidad; pero la cohesión se mantiene firme. En un espasmo supremo, engendran tal energía, que la piedra, no pudiendo dispersar sus elementos vivientes, se lanza ella misma hacia las alturas como por efecto de la pólvora, para volver a caer introduciéndose profundamente en el suelo. A veces, el labriego soñador percibe un aerolito que hiende verticalmente el espacio, para dirigirse al bajar hacia un campo de maíz. Ignora de dónde procede la piedra. Vosotros tenéis ahora la explicación clara y sucinta del fenómeno. Si la tierra estuviera cubierta de piojos como de grao nos de arena la orilla del mar, la raza humana sería aniquilada, presa de terribles dolores. ¡Qué espectáculo! ¡Y yo, con alas de ángel, inmóvil en los aires, para presenciarlo! – >

10. ¡Oh matemáticas severas!, nunca os he olvidado desde que vuestras sabias lecciones, más dulces que la miel, filtraron en mi corazón como agua refrescante; desde la cuna yo aspiraba instintivamente a beber de vuestro manantial más antiguo que el sol, y todavía continuó, yo, el más fiel de vuestros iniciados, hollando el atrio sagrado de vuestro templo solemne. Había cierta vaguedad en mi espíritu, un algo espeso como humo, pero supe escalar religiosamente las gradas que conducen a vuestro altar, y habéis ahuyentado ese velo oscuro del mismo modo que el viento ahuyenta el tablero,’ Dejasteis en su lugar una frialdad excesiva, una prudencia consumada y una lógica implacable. Con ayuda de vuestra leche fortificante, mi inteligencia se ha desarrollado rápidamente, adquiriendo proporciones enormes en medio de la estupenda claridad que entregáis como regalo a todos aquellos que os aman con amor sincero. ¡Aritmética! ¡Álgebra! ¡Geometría! [Trinidad grandiosa! [Triángulo luminoso! Insensatos son aquellos que os desconocen. Merecerían sufrir los mayores suplicios, pues su negligencia ignorante contiene un ciego desprecio; pero aquel que os conoce y estima no aspira ya a otros bienes en la tierra; se satisface con vuestros goces mágicos, y, transportado en vuestras oscuras alas, sólo desea elevarse en un rápido vuelo que trace una espiral ascendente hacia la bóveda esférica de los cielos. La tierra sólo le ofrece ilusiones y fantasmagorías morales, pero vosotras, ¡oh matemáticas concisas! por el encadenamiento .riguroso de vuestras tenaces proposiciones y la constancia de vuestras leyes férreas, hacéis brillar ante los ojos deslumbrados un reflejo poderoso de esa verdad suprema cuyo rastro se advierte en el orden del universo. Pero el orden que os circunda, representado especialmente por la regularidad perfecta del cuadrado -camarada de Pitágoras- es todavía mayor, pues el Todopoderoso se manifestó completamente, él en persona y sus atributos, en esa labor memorable que consistió en hacer surgir de las entrañas del caos los tesoros de vuestros teoremas y vuestros magníficos esplendores. Tanto en épocas pasadas como en los tiempos modernos, más de una gran imaginación humana sintió cohibido su genio al contemplar vuestras figuras simbólicas trazadas sobre el papel inflamado como otros tantos signos misteriosos que anima un hálito latente, incomprensibles para el vulgo profano, y que no son sino la manifestación resplandeciente de axiomas y de jeroglíficos eternos, que existieron antes del universo, y que persistirán cuando éste deje de ser. Entonces aquélla se pregunta, inclinada sobre el precipicio de un punto de interrogación fatal, por qué las matemáticas contienen tantas grandezas imponentes y tanta verdad irrefutable, en tanto que, al compararlas con el hombre, en éste sólo encuentra mentiras y un orgullo postizo. Entonces ese espíritu superior, al que la noble familiaridad de vuestros consejos hace sentir más aún la insignificancia de la humanidad y su locura incomparable, deja caer, entristecido, su cabeza canosa sobre una mano descarnada, y permanece absorto en meditaciones sobrenaturales. Se hinca de rodillas ante vosotras, y su veneración rinde homenaje a vuestro rostro divino como a la propia imagen del Todopoderoso. En los tiempos de mi infancia, os aparecisteis ante mí una noche de mayo, a la luz de la luna, en un prado verdeante, cerca de un límpido arroyo, las tres iguales en gracia y pudor, las tres rebosantes de una majestad de reinas. Disteis algunos pasos hacia mí, con vuestros largos vestidos flotantes como vapor, y me atrajisteis hacia vuestros altivos senos como a un hijo bendecido. Entonces acudí presuroso y mis manos se aferraron a vuestros pechos. Me nutrí, lleno de reconocimiento, de vuestro maná fecundo, y sentí que la humanidad crecía en mí y se volvía mejor. Desde ese momento, ¡oh diosas rivales!, nunca os he abandonado. Desde ese momento, [cuántos proyectos pujantes, cuántas inclinaciones que creí haber grabado en las páginas de mi corazón como se graba en el mármol, no han ido borrando lentamente, de mi razón desengañada, las líneas de sus contornos, tal como el alba naciente borra las sombras de la noche! Desde ese momento he visto a la muerte, con la intención evidente de poblar las tumbas, asolar los campos de batalla cebados con carne humana y hacer brotar flores matutinas sobre las fúnebres osamentas. Desde ese momento he asistido a las revoluciones de nuestro globo; los terremotos, los volcanes con su lava abrasadora, el simún del desierto y los naufragios de la tempestad, han tenido en mí un testigo imperturbable. Desde ese momento he visto a muchas generaciones humanas elevar por la mañana sus alas y sus ojos hacia el espacio, con la alegría inexperta de la crisálida que saluda su última metamorfosis, y morir al atardecer, antes de la puesta del sol con la cabeza inclinada como flores marchitas que oscilan al son quejumbroso del viento. Pero vosotras, vosotras permanecéis siempre idénticas. Ningún cambio, ningún aire pestilente roza las escarpadas peñas y los inmensos valles de vuestra identidad. Vuestras modestas pirámides durarán más que las pirámides de Egipto, hormigueros levantados por la estupidez y la esclavitud. El fin de los siglos verá todavía, de pie sobre las ruinas del tiempo, a vuestras cifras cabalísticas, vuestras ecuaciones lacónicas y vuestras líneas esculturales, sentarse a la diestra vengadora del Todopoderoso, en tanto que las estrellas se hundirán con desesperación, como trombas, en la eternidad de una noche horrible y universal, y la humanidad gesticulante pensará en ajustar sus cuentas con el juicio final. Gracias, por los innumerables servicios que me habéis prestado. Gracias, por las extrañas cualidades con que habéis enriquecido mi inteligencia. Sin vosotras, quizás hubiera resultado vencido en mi lucha con el hombre. Sin vosotras, él me hubiera hecho revolver por la arena y besar el polvo de sus pies. Sin vosotras, me hubiera lacerado las carnes y los huesos con sus pérfidas garras. Pero he estado siempre en guardia como un atleta experimentado. Vosotras me proporcionasteis la frialdad que surge de vuestras concepciones sublimes, exentas de pasión; me serví de ella para rechazar con desdén los placeres efímeros de mi corto viaje, y para alejar de mi puerta los ofrecimientos atrayentes pero engañosos de mis semejantes. Vosotras me proporcionasteis la prudencia tenaz que se descubre a cada paso en vuestros métodos admirables de análisis, de síntesis y de deducción; me serví de ella para malograr los ardides perniciosos de mi enemigo mortal, para atacarlo a mi vez con habilidad, y hundir en las vísceras del hombre un puntiagudo puñal que quedará clavado para siempre en su cuerpo, pues es una herida de la cual nunca se recuperará. Vosotras me proporcionasteis la lógica llena de sabiduría, que es como el alma misma de vuestras enseñanzas; con sus silogismos, cuyo complicado laberinto los hace en realidad más comprensibles, mi inteligencia sintió que se duplicaban sus audaces poderes. Con la ayuda de este terrible auxiliar descubrí en la humanidad, nadando hacia los bajos fondos, frente al arrecife del odio, la maldad negra y horrorosa que vegetaba en medio de miasmas deletéreos, admirándose el ombligo. Fui el primero en descubrir, en las tinieblas de sus entrañas, ese vicio funesto, ¡el mal!, que en él supera al bien. Con esa arma emponzoñada que me prestasteis, hice descender de su pedestal, construido por la cobardía del hombre, ¡al Creador mismo! Rechinó los dientes y soportó esta afrenta ignominiosa porque tenía por adversario a alguien más fuerte. Pero lo dejaré a un lado como un ovillo de hilo, con objeto de volar más bajo… El pensador Descartes hacía cierta vez la reflexión de que nada sólido se había edificado sobre vosotras. Era un modo ingenioso de dar a entender que el primer advenedizo no podía, sin más ni más, descubrir vuestro inestimable valor. En efecto, ¿hay algo más sólido que las tres cualidades principales ya mencionadas, que se elevan, entrelazadas en una corona única, sobre la cima augusta de vuestra arquitectura colosal? Monumento que crece incesantemente con los diarios descubrimientos en vuestras minas de diamantes y con las exploraciones científicas en vuestros soberbios dominios. ¡Oh santas matemáticas, ojalá pudierais, mediante vuestra perpetua asistencia, consolar el resto de mis días de la maldad del hombre y de la injusticia del Gran Todo! – >>//>  [continúa en el original] >

(fuente file:///C:/Users/Usuario/Desktop/kupdf.net_lautremont-conde-de-los-cantos-de-maldoror.pdf )

La totalidad de la obra literaria de Isidore Ducasse se imprimió entre 1868 y 1870, es decir entre la fecha del regreso de su segunda estancia en América y la de su misteriosa muerte. Y dentro de ese mismo período fueron escritos los pocos textos no literarios del poeta que han llegado hasta nosotros: las cartas a su frustrante editor Lacroix y al banquero de su padre en París, M. Darasse. Durante esos dos años, públicos respecto a la historia de la literatura, después del rescate de los textos cuatro lustros más tarde, y secretos en cuanto a la biografía, y que, seguramente, él consideraba el arranque de una carrera en las letras, Ducasse vio impresa su obra casi a medida que la escribía, pero no estrictamente publicada, puesto que no llegó a convencer a Lacroix de que pusiera en venta la edición bruxelense de los Cantos, el primero de los cuales había impreso en París, a sus costas, en agosto de 1868 y republicado unos meses después en Burdeos, formando parte de una entrega poética de diversos autores titulada Parfums de l’iime. La primera edición de las Poesías es de 1870 (París, Librairie Gabrie) y la nonata de los Cantos de Maldoror de Lacroix-Verboekhoven estaba impresa en el otoño de 1869. No es pues clara hasta 1890, fecha de la edición de León Genonceaux, en París, de los Cantos, la presen. cia de Lautreamont en la literatura francesa. Esa edición y un primer estudio de Remy de Gourmont (Mercure de France, 1891) incorporó la figura de Ducasse a la nómina de la gran poesía francesa y, por obra del entusiasmo de los símbolistas tardíos, primero, y de los surrealistas al comienzo de la década de los veinte (las Poesías, fueron reeditadas por Breton en 1919 y por Philippe Soupault en 1923), a la mitología poética uníversal. Sin duda el misterio que, a pesar del empeño de los investigadores, envuelve la biografía de Ducasse ha sido un importante estímulo para la devoción que su obra ha despertado en diversas generaciones literarias a lo largo del siglo xx. Se sabe que nació en Montevideo el 4 de abril de 1846 y no faltan datos fundamentales acerca de la identidad de sus padres y de las familias de las que procedían, pero nada se sabe de la infancia rioplatense del poeta. El cargo relativamente importante del padre, François, en el servicio consular y su doble fama de funcionario eficiente y de persona cultivada, de coso tumbres galantes, hacen suponer cómoda la infancia de Ducasse; el período de la historia del Uruguay en que se desarrolla puede inclinar a imaginarla agitada. De su primera estancia en Francia, de 1859 a 1865, no se conocen más que los escuetos datos de su comportamiento escolar en los liceos imperiales de Tarhes y de Pau.~ datos poco reveladores, con la sola excepción del testimonio de un condiscípulo de Pau, Paul Lespés, que ya octogenario, en 1927, contó a un biógrafo de Lautreamont, lo que recordaba, sobre todo de las tribulaciones del poeta adolescente en las clases de retórica. Según Lespes Ducasse odiaba la composición latina, era entusiasta de Sófocles, de Corneille y de Racine y admiraba a Poe y a Gautier. Tomaba rigurosamente en serio la grandilocuencia de su estilo y era muy sensible al poco aprecio que la desmesura de sus gustos y propósitos literarios despertaba en el circunspecto profesor Hinstin. Lespes no recordaba, por lo demás, a Ducasse como un muchacho ni extraordinario ni extravagante. Se sabe que en 1865 Ducasse volvió al Uruguay, pero no se conoce de ese período otra cosa que los vagos recuerdos de Prudencio Montagne, que ha descrito el lugar donde vivía y unos paseos dominicales. A su regreso a Francia, el poeta, seguramente, se detuvo en Burdeos donde conocía a Evariste Carrance, que fue, como sabemos, uno de sus primeros editores (Parfums de Tiime]; y se instaló en París, a mediados de 1867, en un hotel de la calle NotreDame-des-Victoires, Desde esa fecha hasta la de su muerte, cambió por lo menos tres veces de señas que corresponden en todo caso a alojamientos confortables y de precio más bien alto. Esto y lo que estrictamente reflejan las cartas que la presente edición reproduce, es todo lo que se sabe del breve período de vida, llamémosla profesional, del escritor Ducasse-Lautreamont, uno de los fundadores de la imaginación moderna, que murió en París el 24 de noviembre de 1870.

La presente traducción de Aldo Pelegrini, publicada por primera vez en Buenos Aires en 1964, es la primera versión castellana de las obras completas y la primera íntegra de los Cantos de Maldoror.-

posteado por kalais 29/3/2022 – ch

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